El título alude a la famosa intervención de Pablo VI en su discurso en las Naciones Unidas en octubre de 1965, el año en que la organización cumplía sus veinte años y la Iglesia estaba finalizando el concilio Vaticano II. Antes que limitar los comensales en la mesa de la humanidad, el deber es que todos tuvieran suficiente pan en ella, decía alto y fuerte el sucesor de Pedro. Y contestaba así a otras palabras, del presidente de los EE UU Lyndon B. Johnson, que pensaba lo contrario cuando afirmaba que era mucho mejor gastar 5 dólares en control natal que 100 en ayudas para el desarrollo.
Hemos querido dedicar las centrales de este número 48 de nuestra Carta a la cuestión de la demografía. Asunto en el que nos sentíamos bastante inseguros, pero al cerrar la edición creemos que con la ayuda de amigos y amigas, como siempre, podemos acercarles algunos materiales valiosos para, al menos, despertar el apetito. Queremos agradecerles especialmente porque en algunos casos no les dimos el tiempo conveniente para su aporte.
Se trata de un terreno en el que, al menos desde inicios de los 60, la Iglesia se encuentra en el medio de una gran polémica en la que ha sido frecuentemente acusada de las peores cosas, desde irresponsabilidad hasta de ser enemiga de la humanidad. Eso coincidió con el extenderse, sobre todo en los países centrales, de una mentalidad e intereses que veían con gran preocupación (¿legítima?, ¿interesada?, ¿mentirosa y criminal?) el gran aumento de la población en los países del Sur, o del Tercer Mundo, como se decía por aquellos años. Esa manera de pensar, con las políticas que iba implementando, contagió también a sectores de las dirigencias en las naciones pobres, pero más, tal vez, a las propias Naciones Unidas.
Más allá de las valoraciones de la actitud de la Iglesia católica, encarnada en palabras y gestos del Vaticano repercutidos por los episcopados, hay una cosa que a la distancia parece imponerse, y es la valentía con que ella asumió en este terreno concreto la defensa de los pueblos ante el avance de los imperialismos. En este sentido, tiene un lugar único en esta historia, la encíclica del mismo papa Montini sobre la vida humana (Humanae vitae, 1968). Testigos de confianza han transmitido el gran sufrimiento que Pablo VI experimentó por años ante las reacciones que suscitó con ella, no solo en los círculos de poder sino también al interior de la Iglesia.
Luego de muchas expectativas en los primerísimos años del post-concilio, la decisión del Papa de seguir con la praxis establecida significó que la búsqueda doméstica de las parejas por encontrar en conciencia métodos aceptables para regular su fecundidad, quedara atada a esa lucha mundial por detener políticas de muerte. Desde el primer momento surgieron en la misma Iglesia voces (incluso de episcopados enteros) para buscar salidas que permitieran superar los impasses. Las discusiones han llegado hasta hoy, ya a las vísperas del cincuentenario de proclamada la encíclica. Sabemos además que en el ancho cuerpo del Pueblo de Dios se produjo un fenómeno extendido de no recepción del texto papal que también sigue ocupando a los teólogos.
Lo dicho de modo muy sucinto permite ver la complejidad que el tema demográfico ha tenido y sigue teniendo para la Iglesia. De hecho, en los sínodos recientes sobre la familia algo se planteó, pero de manera muy marginal y sin novedades que anotar. De todos modos, no es descartable que en el 2018, con el aniversario anotado, de alguna manera la cuestión de la Humanae vitae se vuelva a plantear. Seguramente no para cuestionar su dimensión más socio-política, como se la leyó sobre todo en América Latina, pero sí para ver si es necesario que la doctrina que toca más a la vida íntima de las parejas se mantenga tal cual, tan prisionera de una argumentación basada en la ley natural interpretada de modo rígido, casi materialista.
Sea lo que sea, la problemática demográfica de fondo ha variado. La evolución ha llegado a un tiempo de equilibrio y en muchos países lo que inquieta es más bien el estancamiento y descenso de la población. Países entre los que nos contamos. El fenómeno masivo del éxodo desde los países pobres a los más desarrollados está planteando no solo desafíos inéditos en la historia reciente sino cuestiones éticas de envergadura. También desde hace unos cuantos años se sabe que el problema no está tanto en la cantidad de seres humanos, sino en las injusticias y desigualdades en el reparto de los bienes que son de todos. En este contexto, la voz de la Iglesia, sigue siendo profética cuando asume la defensa de la vida de los pobres, entre los que se encuentra también la Madre Tierra. Francisco en el drama de los refugiados es un ejemplo ilustrativo e incómodo.
En el Uruguay, los obispos se han ocupado de estas cuestiones sobre todo en el contexto de sus declaraciones sobre el aborto, recordando lo reducido de nuestra población y la riqueza y potencialidades de nuestro territorio. A eso se agregan dos documentos más elaborados, uno con motivo del Año de la Población (1974), reflejando la doctrina de los papas y de Medellín; y otro, unos párrafos en la Carta pastoral en el año del bicentenario (2012), que retoman la realidad poblacional del país y plantean desafíos en cuanto a la promoción de la natalidad y las posibles políticas de inmigración.
La realidad nos dice que estos no son caminos fáciles de transitar, si nos atenemos a las recientes experiencias con las familias sirias y a la evolución general de la mentalidad de uruguayas y uruguayos en cuanto a la natalidad. Pero al mismo tiempo, no son imposibles, ni sin sentido. Claro, tienen que ver con las ganas de hacer crecer el número de quienes efectivamente participen de la mesa común. Mucha cosa para plantearnos, cada uno y por supuesto los responsables sociales y políticos. Se necesita corazón grande, mirar lejos y esperanza ancha. Esperamos estar contribuyendo a ello.