Nuestro obispo emérito de Melo cumplió el 19 de marzo 56 años de ordenación episcopal, y el 16 de marzo 97 años de vida. Es uno de los pocos sobrevivientes “padres conciliares” del Concilio Vaticano II. Quizás el único en el mundo que participó desde su primera sesión hasta la última, con cero falta. En una entrevista realizada por Comunión, revista diocesana de Cerro Largo y Treinta y Tres, don Roberto compartió su sentir sobre “cumplir años” y el “cuidado de las madres”. Con mucho agrado compartimos con Carta OBSUR, revista que a lo largo de nuestra vida humana, cristiana y sacerdotal, nos alimenta en clave liberadora evangélica.
Encuentro en el Hogar sacerdotal
Sentado a la mesa con algunos sacerdotes en el Hogar, por momentos se repetía el relato o la pregunta, señal del desgaste de los años. De unos y otros. Todos en la mesa tenían más de noventa. Don Roberto se preparaba para celebrar los 97 años. Le pregunté cómo era la previa al cumple de un año más. Saboreó bien la gelatina de postre, me miró y me dijo: “Hace un buen tiempo que los años llegan y pasan”. “No me agarro ni me dejo agarrar por ellos”.
Entonces, un compañero me lo quiso explicar, según su entender: “Una vez un señor muy elegante estaba preocupado porque había cumplido sus cincuenta años. A mí me salió decirle que no sufriera, que no tendría cincuenta más de 365 días. Los años llegan y pasan”. Entonces me quedé pensando: sabios estos hombres. Felices los que saben recibir lo presente y dejarlo que pase. El sufrimiento viene del apego a lo que ya fue o del deseo impaciente de lo que aún no es.
Madres y madres
Cuando a don Roberto le conté que vivía con mi mamá, hizo silencio, brillaron sus ojos y me dijo: “Estará mayorcita, qué bien que la acompañes”. Dejé lugar para el silencio y le puse palabras a algo que yo creía estaba en su mente: Usted tuvo esa gracia, Don Roberto, la gracia de acompañar a su madre en los últimos años de esta vida. Suspiró, sonrió, miró sin mirarme, seguro recordándola, y dijo con tono muy tierno: “Me tocó ese regalo de Dios, cuidar a quien tanto me cuidó”.
Los otros dos sacerdotes, con los cuales compartimos la misma mesa, permanecieron en silencio. Quizás fue otra su vivencia. Y ahí palpé la presencia del Espíritu Santo en su plenitud. En ese instante se escuchó la voz de una de las hermanas religiosas que cuida de los sacerdotes ancianos o enfermos ahí en el Hogar. Junto a esa voz de la religiosa boliviana, se acercó a la mesa, con mucha ternura, una señora que trabaja en la cocina y le sirvió agua a uno de los sacerdotes que no puede hacerlo con sus propias manos. Con la voz de las hermanas de fondo y la señora sirviéndonos, don Roberto dijo algo así: “Sí, es una gracia poder estar con quien nos cuidó, con nuestra madre, padre, abuelos… pero también es una gracia de Amor grande, cuidar y ser cuidado por alguien que no es de nuestra sangre y que poco conocimos”.
Nos despedimos, ambos somos de sueño tempranero y de despertar con el sol y el mate. Son opciones elegidas en la vida. Lo ayudé a ponerse de pie, y seguí su caminar lento, encorvado, con la mirada. Y me atreví a preguntarme: ¿Dónde y con quiénes me gustaría envejecer? Quizás esperando que surgiera una respuesta, mis ojos, mientras despedía a Don Roberto que se iba, se encontró con los dos otros compañeros. Uno de ellos levantaba con mucha dificultad, pero con delicadeza nuestros platos. Juntaba los saleros y servilleteros. Arreglaba algunas sillas que otros dejaron fuera de lugar. Apagaba las luces encendidas del comedor. Y el otro, rengueando, lentamente, guiaba la silla de ruedas de un compañero sacerdote…
Solo en el comedor, después de este día de despedidas y encuentros, se me cambió la pregunta de hace un momento: ¿Dónde y con quiénes me gustaría envejecer? ya no espera respuesta, otra pregunta latía en mi corazón: ¿Cómo me gustaría envejecer?
Y en estos días, recordando y compartiendo estos encuentros, viven en mí los sentires de aquellos ancianos que decían: “la gente es buena con sus cositas, que todos las tenemos”. Ancianos que ven el bien y aceptan algunas cositas, porque seguramente se ven bien aceptándose con sus propias cositas. Ancianos que se sienten amados, aman y se aman. Amor que se concreta y alimenta en un modo de recordar, en un modo de hablar de los demás. Amor que se realiza en acomodar una silla, guiar una silla de ruedas… Amor que se hace visible en la gracia de cuidar a quien nos cuidó, y en la gracia de cuidar al prójimo que necesita ser cuidado, porque no tiene a los de su sangre cerca para ser amado.
El mate de la mañana
Comenzamos el día con la misa, a las ocho en punto. El sacerdote que presidía necesitaba de otro que le hacía de sacristán, de librero, con mucha humildad. El texto bíblico y la homilía fueron proclamados con entusiasmo. Y realmente creo que llegó, porque se encarnó en la realidad de los presentes. El evangelio era el relato de Jesús que envía a sus discípulos hacia la otra orilla del lago. Él se queda con la gente. Se levanta un fuerte viento en contra. Los discípulos sienten miedo, sienten que se hunden. Jesús se les acerca caminando sobre las aguas. Ellos creen que es un fantasma. Y Jesús les dice: Por qué tienen miedo, soy yo no teman. Entonces el anciano sacerdote, sostenido en el altar, dijo mirando a cada compañero: “Nosotros somos los enviados a la otra orilla y ya estamos cerca, y unos cuantos tenemos algunas tormentas en la mente, en el corazón, y la barca-cuerpo está deteriorada… Jesús nos dice que está con nosotros, más bien en nosotros. Sigamos remando confiados en Él, la otra orilla está cerca”.
Qué diferente es envejecer, prepararse para la muerte. Qué diferente es que sea con fe en la otra orilla, en la compañía de Jesús, en la vida eterna; qué diferente a no creer.
En el desayuno, les pedimos a las hermanas que vinieran para la foto. Don Roberto les agradeció el cariño. Todos riendo nos fotografiamos y ellas decían que monseñor se portaba muy bien. A lo cual Roberto agregó: “Aquí hay que portarse bien, sino viene el castigo”. Ellas lo miraron pidiendo aclarara lo dicho. Y Don Roberto, a risa suelta, mirándome a los ojos, con una lágrima en la mejilla, me tomó de la mano y me dijo: “Dile a quien pregunte por mí, que aquí es el anticipo al cielo; no hay castigo y solo amor de parte de estas hermanas y todo el personal”.
Ellas y Él, en ese momento, me regalaron la “foto del día”, el momento del encuentro: Ellas lo acariciaban con mucha delicadeza y él disfrutaba agradecido. Las hermanas Cecilia, Pamela y Felicidad son de la congregación Misioneras de Jesús Eterno Sacerdote. En todos estos días mastico, saboreo ese momento y me pregunto: ¿No será que a esta vida hemos venido para aprender a Amar y dejarnos Amar? Aceptándonos en el presente, con memoria positiva, aceptando al otro, y con la mirada en la otra orilla…