Sin duda vivimos una Cuaresma y una Semana Santa muy especial. ¡Nos hemos enfrentado a tantas situaciones y vivencias que no imaginábamos! De algún modo, me siento como sacudida por un tumulto de hechos, informaciones, reflexiones, cuestionamientos, interrogantes, incertidumbres, sentimientos, decisiones, descubrimientos, aprendizajes… que aún no termino de decantar y expresar con claridad.
A pesar de ello, intentaré responder a la invitación de los compañeros de Obsur a compartir algo con ustedes, con la ilusión de que podamos reactivar esta revista digital, que tiene un importante significado para muchos de nosotros. Por lo antedicho no puedo ni quiero intentar nada parecido a una reflexión “acabada”. Mencionaré simplemente tres aspectos que rondan mi mente y mi corazón en estos días, para ponerlos -humildemente- sobre esta mesa compartida virtual.
El primero, se relaciona con la necesidad de leer qué nos dice esta crisis de dimensión mundial, cómo interpela nuestras visiones del mundo, del hombre, de Dios, y nos impulsa a seguir buscando respuestas. El segundo, responde al deseo de compartir cómo pudimos vivir durante esos días los vínculos, la pertenencia a distintos grupos y comunidades y nuestro ser Iglesia en este contexto de cuarentena. El tercero, a un nivel aún más personal, los desafíos que me está planteando cómo vivir la Pascua hoy.
El coronavirus nos enrostra nuestra fragilidad y nuestra interdependencia
En mí -a esta altura ya larga- vida, no había experimentado una situación que tan claramente como esta, deja al descubierto nuestra fragilidad y vulnerabilidad como seres humanos. De todos, aun de aquellos que parecen más omnipotentes y poderosos. Al mismo tiempo, revela nuestra interdependencia, formamos parte de la familia humana, y cuando alguien enferma, todos podemos enfermar. Solo hay una forma de sanar, cuidarnos entre todos y especialmente a los más vulnerables que no pueden hacerlo por sí mismos.
Se hacen más visibles que nunca tantos que no cuentan con lo mínimo para vivir dignamente, y son los más duramente castigados por la situación que nos aqueja, la enorme desigualdad, el despropósito de destinar cuantiosos recursos para satisfacer necesidades que no son tales y que privan a otros de lo esencial, la forma como estamos agrediendo a la naturaleza, destruyendo nuestra casa común. Lo que muchas veces queda en la sombra, hoy sale a luz con más claridad.
También emerge y vemos a diario el testimonio de muchos que están enfrentando la situación con compromiso, empatía y solidaridad, asumiendo responsabilidades, prestando servicios, compartiendo alimentos y elementos de protección, brindando apoyo a los que están solos, etc. Constatamos cómo se despierta la creatividad para poner al servicio el conocimiento científico, la tecnología, o en otros casos el tiempo, la escucha, lo que cada uno tiene para dar. Están los que buscan generar acuerdos para potenciar sinergias, sin desconocer diferencias, pero poniendo por encima el bien común.
No faltan también, es cierto, quienes reaccionan buscando protegerse a sí mismos o hacer lo que desean sin preocuparse por el efecto que esto puede generar en otros. O imponer su autoridad y su poder, sin escuchar otras voces, aun a costa de incrementar los costos para muchos.
Se escuchan muchas y diversas voces planteando la necesidad de interpretar lo que está pasando, hacia dónde nos están llevando las dinámicas imperantes en el mundo actual, y de repensar las formas de convivencia social, nuestra forma de vida, las prioridades en las políticas públicas, nuestras escalas de valores. El dramatismo de la situación nos saca de la rutina diaria, de nuestra zona de confort, y nos replantea la pregunta por el sentido de la vida, del ser humano y de su destino.
En la Semana Santa, revivimos como Jesús entregó su vida para mostrarnos el camino para encontrar respuesta a nuestras búsquedas, y así alcanzar la vida y la plenitud. Vino a decirnos que todos somos hijos de un mismo Padre, que nos ama y nos ha creado para que vivamos como hermanos unidos libremente en la plenitud de su amor, cuidando unos de otros y de la creación. No es un Dios que está allá arriba esperando para actuar como juez al final de los tiempos, repartiendo premios y castigos. Sigue vivo en nosotros y en cada uno de nuestros hermanos, sufriendo con los que sufren y dándonos su Espíritu, como en Pentecostés, para que seamos capaces de encontrarlo allí y comunicar su mensaje de esperanza. Dios no nos mandó el coronavirus, pero tal vez nos habla a través de él, y de lo que estamos haciendo o dejando de hacer como humanidad para encararlo.
Muchas preguntas se me plantean: Quienes nos decimos sus discípulos, ¿somos fieles testigos de su mensaje en el momento presente? ¿No agregamos tantas cosas a la esencia del mensaje que al final se desdibuja o no resulta creíble? ¿Cómo despojar nuestra mirada de todo lo que enturbia y deforma nuestra imagen de Dios y del hombre, de las visiones apocalípticas, de la religión mágica? ¿Cómo vivir con coherencia y responder a su llamado, comunicando al hombre de hoy, de forma creíble, la alegría y esperanza de Jesús resucitado?
Experimentar la comunidad en medio del aislamiento y la soledad
Pensé que iba a vivir la Semana Santa más solitaria de mi vida. Pero, visto en perspectiva, debo decir que no fue así.
No pude experimentar la celebración doméstica, que supongo muchos pudieron vivir, compartiéndola presencialmente con otros miembros de la familia, porque vivo sola. En esos días recibí múltiples convocatorias a través de las redes, a participar en celebraciones, oraciones, aportes para orientar la reflexión, materiales de apoyo, videos, audios, etc., confieso que en algunos momentos hasta me abrumaban.
Comencé a conectarme con unas, luego con otras, y fui encontrando en esa gama de opciones las que permitían acompañar el camino de la pasión, muerte y resurrección de Jesús, sintiéndome unida a distintas comunidades, con algunas todos los días, con otras en algunos momentos. Algunas locales y conocidas, otras en las que participaban personas de diversos países de habla hispana que están viviendo distintas situaciones. En otros momentos, unida al Papa Francisco, atravesando con su paso lento la Plaza de San Pedro vacía, bajo lluvia, sin paraguas, para llegar al altar y rezar junto a él por la humanidad y la Iglesia universal. O en el Vía Crucis, compartiendo las reflexiones de privados de libertad, familiares y operadores de un centro penitenciario de Padua. Así fui experimentando la unión en la diversidad, buscando empatizar con cada comunidad que compartía, desde su situación, su fe, angustias y esperanzas.
Un punto culminante fue la Vigilia Pascual, que más temprano (por la diferencia horaria) había compartido desde un celular con un sobrino que me invitó a vivirla juntos, y luego con el querido grupo de reflexión de Parroquia Universitaria. Casi en forma espontánea, sin mucha tecnología (no somos generación digital), salvo una foto con la vela encendida que nos enviamos cada uno por WhatsApp, escuchando desde cada casa los audios enviados por los queridos amigos de la Parroquia San Antonino, nos sentimos fuertemente unidos celebrando el pasaje de Jesús de la muerte a la vida. Ese sentimiento de unidad y cercanía, para muchos de nosotros incluyó también a otros que no integran el grupo, e incluso a los que ya no están, pero de algún modo se hacían muy presentes al momento de sentirnos todos unidos en Él.
No quiero decir que no extrañé la presencia física y la posibilidad de la participación sacramental, ojalá pronto podamos volver a ellas, pero estas vivencias me hicieron pensar en la posibilidad de seguir buscando formas nuevas de vivir la comunidad y el encuentro, que enriquezcan los caminos que nos permiten sentirnos Iglesia.
Encontrar la libertad y la alegría verdadera de la Pascua
El domingo de Pascua, luego de recorrer ese camino, experimenté la necesidad de vivir más profundamente la alegría y la esperanza. El “confinamiento” puede ser largo, y entendí que para vivir la alegría verdadera de la Pascua necesito ganar en libertad interior. ¡Derribar muros internos! Aceptar los límites de lo que no puedo cambiar, aunque me cause dolor, sin perder por eso la esperanza. Ganar en libertad en el acercamiento a Dios y a los demás (como de algún modo se fue dando paso a paso en la semana). Despojarme de lo accesorio, de lo que realmente no es necesario. Encontrar más a fondo lo esencial, lo que de verdad vale; y aprender a buscarlo aún en soledad.
Pensar al final de cada día de qué me alegro hoy, y dar gracias a Dios por ello. Desde las pequeñas cosas: la llamada que recibí, el pan que logré hacer por mí misma porque no podía ir a comprarlo, el videíto de una nieta que me quiso mostrar su dibujo, la reflexión que alguien compartió conmigo, la posibilidad de dar una mano, aunque sea con una palabra o simplemente con la escucha, experimentar empatía, superar un prejuicio… Hasta el gesto de generosidad y entrega de alguien que nos muestra que hay nuevos horizontes que se abren y nos permiten soñar con que podremos construir un futuro mejor.
Buscar cada día que sea un tiempo fecundo y no un tiempo perdido. Mitigar el desasosiego y la incertidumbre con la confianza y la paz. Encontrar el sentido para cada día. Y en eso estoy, en casa, intentando vivir cada día con alegría.
Cierro con unas palabras de Fray Marcos, tomadas de su reflexión sobre el evangelio del domingo de Pascua (que con tanta regularidad y dedicación nos envían los amigos Daisy y Saúl) que me resultaron inspiradoras: “La Pascua no es un tiempo, es un estado”. “Busca dentro de ti lo que celebras y todo cambiará radicalmente”.