ADIÓS A TOMÁS DE MATTOS
A la sombra del Paraíso

El 21 de marzo –justo al inicio de la semana santa– mientras caminaba por una calle de Tacuarembó para hacer un mandado matinal, murió Tomás de Mattos. Esa muerte un tanto doméstica –lo imagino con la bolsa de la compra y su paso cansino por la vereda del sol– se produce en el lugar donde eligió vivir, y de alguna forma se le parece. Este hombre plácido, que todos conocían en la ciudad como “Tomasito”, que trabajó en su estudio de abogado durante años, escuchando a hombres y mujeres en momentos difíciles, este hombre sencillo y generoso, era paradójicamente el más audaz y ambicioso de los escritores uruguayos. Lo era al menos en relación a su obra, una obra que fue el resultado de una visión estética y ética de notable rigor y coherencia. Porque Tomás pertenecía a esa vasta tradición que entiende la literatura como una forma de conocimiento sobre la condición humana, como una indagación ética sobre el mundo. Y en su construcción no dudó en asumir proyectos que a primera vista parecerían desmesurados, como reescribir una obra maestra de Melville o volver a contar, desde un ángulo peculiar, la historia más conocida del mundo: la historia de Jesús.

Pocas trayectorias tienen una calidad tan sostenida desde sus tempranos inicios. Nacido en Montevideo en 1947, pero tacuaremboense asumido, porque en Tacuarembó –con breves intervalos montevideanos– vivió toda la vida, desde sus primeros textos adolescentes llamó la atención de la crítica más exigente. En 1964 (cuando Tomás tenía 17 años) Ángel Rama seleccionó unos cuentos suyos para ser publicados en Marcha y lo incluyó luego en la antología Cien años de raros (1967). Su primer volumen de relatos, Libros y perros, aparecido en 1975, confirmó un talento que Washington Benavidez (su maestro en Tacuarembó) y Rama habían descubierto más de una década atrás.

Trampas de barro, un libro de cuentos publicado en 1983, lo muestra ya en plena madurez y dueño de un instrumental técnico y de un abanico de asuntos que signarían su obra futura. Un cuento de ese libro, “Padres del pueblo”, inaugura un procedimiento –característico después en sus narraciones– que condensa su visión de la literatura: la estructura polifónica, que permite asediar la verdad desde distintas voces, y es, según Mijail Bajtin, el método que mejor define la esencia de la novela moderna. Altamente funcional a lo que Tomás se propone, es la forma literaria que adquiere una ética basada en la convicción del carácter problemático y huidizo de la verdad, en el reconocimiento de la ambigüedad de la conducta humana, en la necesidad de comprender antes de juzgar, que anima toda su obra narrativa. Fue en ese sentido de un enorme respeto por el lector. Utilizando una metáfora jurídica sostenía que una obra literaria debe tener todos los elementos de juicio: el planteamiento de la realidad, la prueba de la realidad, las interpretaciones, los alegatos, las distintas voces, pero la sentencia no la puede dictar el autor, sino el lector.

Fue en 1988, con la aparición de ¡Bernabé, Bernabe! cuando su nombre adquirió una repercusión capaz de superar los límites habituales de los lectores de literatura nacional. Es interesante detenerse en el contexto de la aparición de este libro clave en la historia de la literatura uruguaya reciente, y recordar que se publicó apenas tres años después de la caída de la dictadura militar. Luego de esa experiencia traumática que puso en tela de juicio nuestra condición de nación civilizada, el Uruguay vivía un momento crítico de su imagen identitaria y necesitaba mirarse a sí mismo para entender lo que había sucedido. La novela de Tomás venía a poner en cuestión un imaginario que se había consolidado durante un siglo de autocomplacencia, y nos obligaba a mirarnos como nación desde una perspectiva diferente, al traer a la luz pública un hecho que la sociedad uruguaya había sepultado en el olvido: el exterminio de los charrúas por parte de la joven república en 1831.

Para un lector atento resultaba clara su intención de iluminar, a través de ese episodio, lo que se estaba viviendo en el país. El manuscrito de Josefina Péguy, narradora fundamental de Bernabé..., aparecía recogido por un enigmático M.M.R. que firmaba su prólogo en 1946, coincidiendo con los juicios de Nüremberg, y la novela misma se publicaba en el momento de la discusión sobre la necesidad de juzgar o no a los responsables de las violaciones de los derechos humanos. El libro –que vendió miles de ejemplares, concitó polémicas en la prensa y se discutió hasta en el Parlamento– fue leído por algunos como una novela histórica (hasta se le hicieron absurdos reproches a de Mattos atribuyéndole opiniones que eran de alguno de sus personajes) cuando la historia –si bien seguida con una fidelidad escrupulosa– era sobre todo el pretexto para iluminar sorprendentes paralelismos con el presente. Pero no había allí nada forzado ni oportunista: la novela –que pone en juego una pluralidad de voces a través de varios testigos y observadores que dan distintas versiones, justificaciones o condenas del exterminio– está armada con tal maestría literaria, resulta a tal punto convincente en su rechazo a las simplificaciones, que la tragedia de Bernabé Rivera y su pecado de hybris, vale por sí misma y se extiende por eso hacia otras dimensiones de sentido.

Aunque fue clave para dar impulso en Uruguay al género, la literatura de Tomás rebasa en mucho la novela histórica. Bernabé, según sus propias palabras, fue escrita “como un espejo de nuestro tiempo, casi como una parábola de la insensibilidad ética ante las atrocidades que se perpetran y ante los bárbaras exclusiones que se consuman en pos de cambios civilizatorios”. Precisamente, su carácter polémico se debió a que el  exterminio charrúa toca zonas de la identidad colectiva cuya pervivencia  arroja  luz sobre las “soluciones” de la historia reciente: “la obediencia debida” y las “razones de Estado” esgrimidas tanto por los responsables de la campaña contra los charrúas como por los represores y sus cómplices durante las dictaduras rioplatenses; razones que estuvieron en el origen de la ley de caducidad de la pretensión punitiva del Estado, y que siguen pesando hoy en los obstáculos para llegar a la verdad y a la justicia. En este sentido, como El astillero de Onetti, o como Uruguay una sociedad amortiguadora, el ensayo de Carlos Real de Azúa, o la Historia de la sensibilidad de José Pedro Barrán, ¡Bernabé, Bernabé! es uno de esos libros fundamentales que iluminan la conformación de la sociedad y la historia uruguayas.

En conocimiento de nuevas investigaciones acerca del exterminio charrúa, Tomás tuvo la audacia de reescribir la novela, en una versión ampliada que se publicó en el 2000. Como un espejo desasosegante, el nuevo Bernabé agregaba otros sesgos de lectura para el nuevo siglo. Sorprende cómo esa historia voluntariamente olvidada durante tanto tiempo puede seguir formulando preguntas tan interpeladoras del presente. Es uno de los milagros de la gran literatura: la capacidad de seguir emitiendo significado, de renovarse con cada lectura, de seguir cuestionándonos, como lo hace el revulsivo ético de esta novela.

La revolución y sus contradicciones

 

En 1996 apareció La fragata de las máscaras, una suerte de épica metafísica que volvía a plantear problemas actuales a través de un episodio del pasado. Basada en el Benito Cereno de Herman Melville, cuya anécdota glosa y subvierte, esta novela ambiciosa y compleja es otra reafirmación del  excepcional talento narrativo de de Mattos. La novela de Melville narraba una sublevación de esclavos en una fragata española, contada desde el punto de vista de un capitán norteamericano que sube al buque y es engañado sobre lo que allí sucede.  Melville se basaba en un hecho histórico ocurrido en 1799, y de Mattos –que consideraba al autor de Moby Dick como uno de sus maestros— asumía en la suya el desafío de volver a contar la historia a varias voces, ahora incluyendo la perspectiva de los esclavos amotinados. Conservando el exacto escenario de Melville, pero “modificando por completo su iluminación”, como él mismo ha dicho, conseguía  armar una historia de inusual densidad simbólica sobre el poder, la justicia, el problema de la responsabilidad y la libertad, las relaciones entre Historia y Utopía,  y los dilemas morales que genera el espiral de la violencia desatada.

El tiempo humano es el reino de la luz y de la sombra, de la alternancia de contrarios. Tal es la tesis teológica que expone el fraile Tobías Infellez al principio de la novela y que puede hacerse extensiva a toda la obra de Tomás: que el bien y el mal no son mundos cerrados en sí mismos, que el nuestro es el reino de la ambigüedad. Pocas novelas en América Latina han conseguido una parábola tan precisa –a través de esa fragata que no es difícil ver como metáfora del mundo y de la Historia– sobre los riesgos y alcances de un proceso revolucionario. De Mattos lo hace a través de personajes inolvidables, sin idealizarlos y sin dejar de ver sus grandezas y sus miserias. No me parece exagerado decir que es una de las mayores novelas latinoamericanas de los últimos años.

Después vendría A la sombra del paraíso (1988), un drama pasional que Tomás trabaja con inteligencia y penetración psicológica. A pesar de las notorias diferencias de esta historia privada con los dos frisos épicos anteriores, comparte con ellas las mismas obsesiones al encarar conflictos humanos que rebasan la anécdota menuda y se abren a asuntos como el peso de la sociedad, sus prejuicios y sus valores en la determinación de las conductas individuales. Con dos novelas cortas, Cielo de Bagdad y Ni Dios permita por primera vez ambientadas en un contexto totalmente contemporáneo, de Mattos enfrenta los conflictos de vidas individuales en el marco de la cultura de la globalización.

A esas alturas una obra tan rica y personal ya le habría destinado un lugar privilegiado en la literatura latinoamericana. Sin embargo este abogado tacuaremboense que seguía cultivando un perfil bajo, acomete su proyecto más audaz y ambicioso: escribir sobre la vida de Jesús.

La inteligencia y la fe

En realidad La puerta de la Misericordia (2002) es el proyecto de la vida de Tomás, el libro para el que se preparó durante treinta años. Reescribir esa historia –y Tomás lo hace con una fidelidad absoluta– implicaba repristinizar el mito fundador de la civilización occidental, volver “nueva” la historia más transitada, rescatarla del incienso de los altares y hacerla cercana a los hombres y mujeres de hoy. Eso sólo podía hacerse gracias a los poderes de la literatura y eso es lo que se propuso y consiguió con creces. Tuve la suerte de ser testigo de los últimos años de la escritura de esa novela, y puedo dar fe del enorme cúmulo de trabajo que supuso, y del entusiasmo y la responsabilidad con que Tomás asumió la tarea. A diferencia de la cautela con que el cine y la literatura han tocado la figura de Cristo (casi siempre de lejos, y a veces de espaldas), Tomás incurre “en la premeditada demencia”, según sus palabras, de ponerlo como personaje central, de bucear en la conciencia de un Jesús de Nazaret que no sabe que es el Hijo de Dios y que lo irá descubriendo –o sospechando– en una lenta anagnórisis a lo largo de su magisterio. Porque si ese proceso de autorreconocimiento es lo que da espesor psicológico al personaje –lo que lo hace humano y vulnerable– es también esa ambigüedad la que vuelve central el misterio de la cruz. Si Jesús hubiera tenido siempre una conciencia divina, planteaba Tomás, su Crucifixión no sería más que una representación. No lo es, justamente porque la aceptación de su destino configura un acto de fe, una dolorosa y trabajosa aceptación de la voluntad del Padre.

Si en todo lo que ha escrito de Mattos hay una resonancia metafísica (sus personajes están siempre “a la sombra del Paraíso” de una verdad que los trasciende) La puerta de la Misericordia es, por cierto, una novela cristiana y aun católica, como católico fue su autor. No hay aquí desvíos dogmáticos (esa naturaleza “oculta” de la divinidad de Jesús está avalada por el Concilio de Calcedonia, por ejemplo), aunque se va mucho más allá de la glosa evangélica. Hasta podría decirse que es una novela doctrinaria, que intenta persuadir sobre el valor del mensaje cristiano. Sin embargo, Tomás viabiliza también una lectura no creyente, siguiendo la forma polifónica, para dejar al lector en libertad de hacer su interpretación personal, de buscar la verdad por su propia cuenta. Así, Jesús es –según quién sea el personaje que narra– el verdadero Mesías, un profeta enviado de Dios, o un muchacho alucinado por una madre que, habiendo sido violada en la adolescencia por un centurión romano, se habría convencido a sí misma del carácter sobrenatural de su primogénito.

El sistema de voces de la novela está al servicio de esa intención. Un narrador fundamental, Nakdimón (el Nicodemo del Evangelio de Juan 3, 1-21) –un doctor de la ley que procura discernir si Jesús es o no un falso profeta– sirve de puente para dar a conocer, en una serie de “fugas” en sentido musical, otras voces que van desde la fe más intensa hasta la descreencia lisa y llana, pasando por una visión “política” del fenómeno que origina Jesús. Cierto que la novela no duda en enfrentar al lector y a sus personajes con cuestiones espinosas: la inescrutable Voluntad del Padre, el concepto de culpa, la necesidad de la Redención, el por qué del sufrimiento, el papel de los intermediarios entre Dios y los hombres. No será difícil atisbar la sombra de Dostoievsky en lo que atañe al Padre y a la existencia del Bien y del Mal, pero hay presencias más explícitas que anulan los tiempos y refuerzan la idea de la universalidad de la revelación: el atribulado Jesús de la pasión se verá, en pesadillas, muerto como en el cuadro de Hans Holbein que lo muestra recién descendido de la Cruz, o contemplará la escena de El Proceso de Kafka en que Joseph K. escucha la parábola que se conoce como “Ante la Ley”. El relato kafkiano da pie a una reflexión que está en el núcleo ideológico de la novela y de su título: la sustitución de la Puerta de la Ley por la Puerta de la Misericordia, siempre abierta para los que saben escuchar el llamado.

Un escritor desmesurado

Como un sismógrafo, Tomás tuvo la cualidad de descubrir puntos neurálgicos y revulsivos de la vida social. Luego de la desmesura de La Puerta… se sumergió en otro proyecto que tocaba asuntos de prolongada vigencia: El hombre de marzo, esas mil doscientas páginas que convierten en “hombre de carne y hueso” a José Pedro Varela, una de las figuras de bronce del santuario uruguayo. Al reconstruir con inteligencia y minucia el contexto preciso de la actuación de Varela, Tomás buceaba en las contradicciones del momento en que se formula un proyecto de república basada en la democracia y la educación. La novela muestra los dilemas a los que se enfrentó Varela, y encarna a una serie de personajes que para muchos no eran más que nombres del nomenclátor urbano, para convertirlos en seres complejos y vivientes, enfrentados al torbellino de la historia.

Tal vez para “ablandar la mano” o para recuperar lectores abrumados por las dimensiones de sus últimas novelas, publicó en 2015 Don Candinho o las doce orejas, la historia de una venganza ocurrida en la frontera con Brasil. Y llegó a terminar un libro de cuentos de próxima aparición.  Pero tenía otros proyectos: una novela sobre Flores y Berro, otra sobre Artigas, que ya no podremos leer.

En tiempos de literatura light, de juegos de ingenio, Tomás vivió su vocación literaria como una responsabilidad moral, en la convicción de que la literatura es un instrumento que ayuda a comprender el sentido del mundo. Sus libros, intemporales, porque están más allá de la moda, y a la vez actualísimos por la lúcida conciencia sobre los problemas de nuestro tiempo, van a sobrevivirlo y a sobrevivirnos, estoy segura. Seguirán interpelando a los lectores con sus preguntas y cumpliendo con la mejor tradición de la novela, según esa definición que hiciera Milan Kundera: “la razón de ser de la novela es la de mantener el mundo de la vida permanentemente iluminado y la de protegernos de olvido”.