Isabel Pérez es una muy joven geógrafa colombiana, de Medellín, cristiana militante y amiga. De madre brasileña (gaúcha), para ella el portugués no tiene secretos. Su pasión por la creación y su cuidado va de par con su solidaridad con los necesitados. Por eso está desde febrero en la ciudad de Boa Vista, capital del estado de Roraima, Brasil, limítrofe con Venezuela y Guyana. La región y la ciudad están siendo objeto de mucha atención por el flujo enorme de venezolanos que abandonan su país acuciados por las carencias que sufren. Además, tienen que hacer frente a la diferencia del idioma. La ciudad brasileña ha visto doblada su población en poco tiempo. Se calcula que unos 40 mil venezolanos se han instalado en ella buscando una nueva vida. Isabel está allí trabajando en la acogida de los migrantes como parte del Servicio Jesuita a Migrantes y Refugiados, teniendo la ventaja de dominar ambas lenguas. Con su aprobación publicamos una breve nota que escribió para el “Correio do Povo”, de Porto Alegre, el 18 de marzo pasado. La traducción del portugués es nuestra, lo mismo que los subtítulos.
La Redacción
Este lugar que nunca había imaginado conocer
Llegué a Boa Vista un lunes, el 19 de febrero, tempranito. Vine en ómnibus desde Manaos, diez horas de viaje, casi 800 quilómetros, la misma distancia que entre Porto Alegre y Montevideo. Un camino plano y recto, una de las únicas carreteras federales que salen de la misma Manaos, ciudad que por su naturaleza amazónica se conecta más por los ríos que por tierra. Pasando del estado de Amazonas a Roraima cambia el panorama, no se ve selva y sí una especie de sabana, que aquí llaman “lavrado”, plana y eterna, con el horizonte cortado por formaciones rocosas.
En ese sentido dicen que Roraima se parece a Venezuela, su vecina. Roraima es el estado de Brasil más al norte y Boa Vista es la única capital que queda por encima de la línea del Ecuador. Tiene casi la misma cantidad de frontera internacional que Rio Grande do Sul, con Venezuela y Guyana. Llegando a la terminal de buses me explicaron que desde la rotonda frente a ella salen tres importantes avenidas que más adelante se convierten en carreteras: avenida Guyana, que llega a la frontera de ese país 100 quilómetros más adelante; la Venezuela, que 200 quilómetros después llega a Pacaraima, la otra frontera; y la Brasil, por la que llegué, que se vuelve la única ruta pavimentada, recta y plana, que se adentra en la selva y conecta con Manaos.
Desciendo del ómnibus con alivio. La temperatura parece ser más benigna que la de Manaos, donde el calor húmedo sofoca desde temprano. Aquí sopla el viento y es más seco. Después me explicaron también que se trata de la Cruviana, entidad indígena que produce ese frescor de la mañana y que si ponemos atención puede hacernos mal. Nace del beso del día con la noche. Aquí tanto los nombres como la forma de entender el mundo están marcados por la cosmovisión indígena. Roraima es uno de los estados con mayor extensión proporcional de tierras indígenas demarcadas, y las principales etnias son la yanomami, wapixana y macuxis. Son dos grandes áreas delimitadas: Raposa Serra do Sol es la de los yanomamis, que llega a ser casi un tercio de la superficie del estado, en su mayor parte zona de frontera.
En la avenida Brasil, enseguida después de haber visto el amanecer por la ventana del ómnibus, pasamos por el predio de la Policía Federal, donde había colas de gente, ya desde antes de las 6,30. En la rotonda enfrente de la terminal, decenas de carpas. Es esa gente la que me trae aquí, a este lugar que nunca había imaginado conocer, al otro extremo de mi capital al sur.
El drama: en Venezuela no se puede comer
Venezuela está a la misma distancia que está hoy y sin embargo parecía estar mucho más lejos. Los brasileños roraimenses acostumbraban ir a las playas caribeñas de Venezuela o comprar allí cosas en épocas de vacas gordas. Pero llegó ese período de hiperinflación y con ella lo que se designa como crisis social, política y económica. Desde la emergencia que presenta la realidad migratoria y la entrada diaria de millares de venezolanos parece imposible emitir juicios, sino escuchar la realidad que traen los mismos inmigrantes.
Es difícil caminar por Boa Vista. Aun siendo una ciudad de poca población, las distancias son grandes y el transporte público es deficiente. En la hora del sol a pico el calor es fuerte. Pero allí están los venezolanos llegando de Pacaraima a pie y buscando en las esquinas algún trueque lavando vidrios de autos, con carteles de “busco trabajo”, o caminando en procura de los documentos para regularizar la entrada. En boca de todos, desde los más adaptados a los que acaban de llegar, de los que ya tienen alguna actividad que les permite sustentarse hasta los que van desesperadamente detrás de un trabajo, desde los sonrientes a los famélicos, el mismo relato desolador: en Venezuela no se puede comer. Comprar cosas en los supermercados es cosa del pasado. Las compras básicas llevan porcentajes increíbles del salario.
En el viaje a Brasil, valijas con dinero. Y eso sin decir que la situación ha llevado a la sociedad al borde de la barbarie: salir con celular o biyutería significa un peligro personal. Hace tiempo que las entidades oficiales de Venezuela no dan datos de homicidios, ni sobre el crecimiento de la pobreza, pero estudios paralelos indican que es hoy el país de América Latina con más homicidios y que 93% de las personas no están pudiendo alimentarse de la forma en que lo hacía antes.
Aunque Brasil sea uno de los tres países que tienen frontera terrestre con Venezuela, ni se acerca a la situación de Colombia, donde entra por día la misma cantidad de emigrantes que el total de los asentados en Boa Vista. La lengua diferente parece ser el factor que diferencia ambas realidades. Es que da para sentir angustia cuando uno además de encontrarse en una situación vulnerable no puede usar su propia lengua y se ve obligado a aprender una nueva.
La regularización migratoria no parece ser imposible si se cuenta con información. Los migrantes pueden pedir refugio o residencia temporal, y a partir de esto, el CPF [registro de identificación fiscal] y la Carta de Trabajo. La cuestión es que aún con la brigada especial de Policía Federal, el volumen de atenciones diarias es enorme, y las formas de salir de Boa Vista para otras partes de Brasil son caras y difíciles. Boa Vista se vuelve entonces casi la única opción para quedarse, sin tener la capacidad de absorber económica y socialmente a todo el contingente que llega.
Esto configura un cuadro propicio para violaciones y violencias diversas: precarización de la fuerza de trabajo, que en algunos casos es cercana a la esclavitud, tráfico de personas y abusos sexuales. Además del hambre que pasan. Otra situación que llama la atención son los venezolanos de la etnia Warao, indígenas que también tratan de emigrar porque Venezuela no les da garantías de supervivencia y mucho menos de desarrollo cultural. Han surgido conflictos con los inmigrantes no indígenas y con los indígenas brasileños.
Todas estas son situaciones que he visto de cerca, trabajando en la acogida de venezolanos, ayudando en los procesos de regularización migratoria y en la información, aunque sin salir demasiado por las calles de la ciudad porque me lo ha impedido la misma cantidad de trabajo.
A pesar del panorama que he presentado, es necesario contar también que el trato con los venezolanos es iluminador de caminos de esperanza. Es fácil verlos sonriendo y en general están muy bien dispuestos a aprender el portugués y trabajar. Todavía no puedo afirmar que la sociedad roraimense como un todo esté pronta para la acogida, pero en general se ve mucha gente dispuesta a donar tiempo y recursos para hacer más llevadera la situación.
Para quien desee, dos videítos del Servicio Jesuita a Migrantes y Refugiados en Boa Vista (en portugués):