“Clérigos. Psicograma de un ideal”, de Eugen Drewermann. Una relectura actual a la luz de las prácticas de nuestra Iglesia

Ficha del libro

Título original: Kleriker. Psychogramm eines Ideals (idioma alemán)

Fecha de publicación: año 1989

Fecha de publicación en español: 1995

Traducción: Dionisio Mínguez Fernández

Páginas: 788

Editorial Trotta, S.A.

El presente comentario surge a partir de una relectura de la obra de Drewermann, en especial de su libro Clérigos; libro que conocí por primera vez hace poco más de diez años, y que me encuentro revisando durante estos días. En aquel tiempo me cautivó su mirada rupturista y su espíritu revolucionario. Hoy, reencontrándome con sus citas y planteos, descubro allí una visión profética de Iglesia que nos anima a dar pasos en una construcción comunitaria, humilde y horizontal… Quizás, un posible horizonte de futuro (¿acaso el único?), de la Iglesia de Jesús en tiempos de coronavirus.

Atravesamos un tiempo histórico que nos invita al sufrimiento. Más allá de las variantes y estrategias que cada una y cada uno encuentre para paliar las consecuencias y reducir los costos, el aislamiento social propugnado por nuestros gobiernos nos lleva a la ruptura de vínculos, a la pérdida de hábitos, a la incapacidad de disfrutar de nuestro entorno, y a tantas otras cosas como cada uno pueda describir en su fuero íntimo. Pero, al mismo tiempo, nos desafía a construir alternativas que estén a la altura de nuestros padecimientos.

Cuando Drewermann escribió su libro Clérigos, (que por cierto le valió su silenciamiento como sacerdote), realizó un análisis exhaustivo de la institución eclesial y de sus ministros. Sus tres apartados principales se dividen en: por un lado, los objetivos y metodología empleados para su producción; por otro lado, el diagnóstico sobre la institución eclesial en su conjunto y su relación con la configuración psíquica de los líderes religiosos católicos (encarnados en la figura del clérigo, pero con planteos igualmente válidos para pensar la situación de consagrados, laicas y laicos que conducen procesos grupales, catequistas y otros referentes de la acción pastoral de la Iglesia); y las posibles propuestas terapéuticas para una verdadera sanación institucional. Creo que en este diagnóstico y en las pistas de salida podemos encontrar, al menos, dos grandes elementos que hacen valiosos aportes a la reflexión.

La situación actual que se ha suscitado en torno a la pandemia ha puesto en jaque muchos de los fundamentos y prácticas fundacionales del cristianismo y de la religión católica. El aislamiento social es, por definición, contrario a la vida de las primeras comunidades cristianas que aparecen tan bellamente descritas en los Hechos de los Apóstoles (Hch 2, 42-47).

Sin embargo, el escenario actual, más que configurar una amenaza para la esencia de nuestra experiencia creyente, parece dinamitar los mecanismos institucionales y los dispositivos generados para su expansión en la dinámica histórica.

Es que gradualmente hemos pasado de saber que “donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy allí en medio de ellos” (Mt. 18,20), a generar modos y estilos de expresión de la experiencia creyente que basan su criterio de significatividad en el número de asistentes.

Las misas masivas, las procesiones, las grandes manifestaciones públicas tienen un componente importante de fervor popular y de expresión tradicional que guarda una rica tradición y que tiene un valor relevante. Pero eso no debe impedirnos mirar, no sin vergüenza propia, que muchas veces sirven para reforzar (o debilitar) la autoestima y tomar el pulso de la vitalidad de nuestras comunidades. ¿O acaso no hemos recibido alguna vez en nuestra vida algún formulario donde nos preguntaban por la cantidad de asistentes a nuestras celebraciones, la cantidad de sacramentos administrados, la cantidad de grupos y comunidades animadas…?

Eugen Drewermann plantea en su diagnóstico que una de las grandes dificultades que atraviesa la Iglesia contemporánea guarda relación con el hecho de que sus “pastores” (para no reducirlo estrictamente a quienes ejercen la función institucional del sacerdocio) existen desde el lugar institucional que asumen. Estrictamente es la acción pastoral la que da sentido al rol que ocupan (y esto no tiene nada de extraño), pero corre el riesgo de patologizarse y hacer que la persona dependa de ello para desarrollarse humanamente. Y aún peor: que la comunidad pierda su componente proactivo y, en un fiel reflejo de la metáfora pastoral, sea una simple oveja que se deja conducir mansamente sin ejercitar su autonomía y creatividad.

En la medida en que esto ocurre, nuestras celebraciones corren el riesgo de convertirse en puestas en escena, las comunidades creyentes pasan a ser espectadoras y no protagonistas de la eucaristía, los comportamientos se rigidizan y estereotipan negando lugar a la espontaneidad.

La imposibilidad de compartir el pan en torno a la misma mesa, como lo hizo Jesús con sus discípulos y discípulas, puede ser una oportunidad o una amenaza. Y tenemos distintos caminos para asumir esta coyuntura.

Podemos abrirnos al misterio y generar insumos que permitan un desarrollo autónomo de la experiencia creyente. Podemos proponer textos y reflexiones que maduren los corazones y que despierten la sed de encuentro con el Maestro. Podemos, incluso, abrirnos al misterio de estos tiempos y preguntarnos si no será el momento de celebrar en nuestros hogares… de “hacerlo nosotros mismos” (Doody, 2020), como propuso un grupo de teólogas austríacas y alemanas semanas atrás.

O podemos, también, adoptar una dinámica regresiva (Fernández, 1994) y seguir delegando la vitalidad de la experiencia creyente en los encargados de la acción pastoral. En ese caso proliferarán las misas televisivas, los videos unipersonales, las clases virtuales y un puñado de mecanismos cuyo fundamento radica en la percepción de que es en estas personas (en clérigos, religiosos, pastoralistas), en las que recae la responsabilidad de mantener “algo” (no se sabe muy bien qué), que permita persistir con las mismas lógicas una vez que finalice la pandemia.

Algunos dirán que es necesario que haya “alguien” que congregue, que “mantenga encendida la llama”, que acompañe… pero ¿acompañar a quiénes?, ¿en qué condiciones?, ¿para qué? Quizás, tenemos demasiada confianza depositada en nuestras propias fuerzas y recursos; o quizás subestimamos demasiado la capacidad y creatividad del pueblo, que sabiamente sabrá abrir caminos en el desierto, mezclando paciencia con profecía.

Este componente de la dinámica institucional interna se complementa con un componente de la relación con el mundo, y uno de los aspectos analizados por Drewermann, en este sentido, está vinculado con los recursos materiales. Según él, “el problema central del Nuevo Testamento no es la pobreza sino la riqueza” (Drewermann, 1995, p. 608). No se trata, según él, de hacer una apología de la pobreza o de rechazar los bienes materiales. Se trata de que la materialidad de la vida no sea el centro de la existencia, y que no se anteponga frente al encuentro con Dios y con los semejantes.

¿Cuál es el sentido de los bienes que nuestras organizaciones religiosas tienen como reserva económica? ¿Cómo pueden ser fecundos en este tiempo? Si miramos de manera simultánea el relato del joven rico (Mc. 10, 17-30) con la Parábola de los talentos (Mt. 25, 14-30), se nos resquebrajan muchos interrogantes respecto de cuál es la lógica de la relación que el mismo Jesús nos propone con el dinero. Si la posesión de bienes nos impide el camino de discipulado, el dinero se transforma en una carga. Si el dinero que tenemos no es puesto en funcionamiento y es guardado en cajas fuertes, se transforma en un lastre que no multiplica ni redistribuye. La lógica del Reino no es la de una pobreza absoluta compartida… por el contrario, es la de una riqueza distribuida con igualdad.

Tenemos una oportunidad histórica inigualable para que, como Iglesia, podamos tener una relación con el dinero que nos permita ser hermanos de nuestros semejantes. Poner nuestros bienes al servicio de la comunidad como un don que recibimos y que nos trasciende… Un regalo que podemos multiplicar.

Ciertamente, nada impide que una persona creyente pueda tomar opciones individuales y vivir su experiencia eclesial de este tiempo de la manera que lo crea más conveniente. Sin embargo, la pregunta radica en los motivos por los que las organizaciones religiosas institucionales no habilitan estos saltos cuánticos en las formas de concebir y expresar la vida creyente. La respuesta que da el teólogo alemán se centra, fundamentalmente, en el miedo a lo desconocido.

¿Adónde podría conducirnos una vida eclesial en la que la figura del clérigo, el religioso o el agente pastoral tenga menos centralidad, y habilite formas más democráticas y horizontales de relación? ¿En qué podría derivar una entrega y puesta en funcionamiento de nuestros bienes en este contexto de crisis en incertidumbre? Ninguna de las dos preguntas tiene una respuesta certera, pero lo que sí es innegable es que posiblemente sea el miedo el que nos impida explorarlas.

Días atrás recibí un texto de un maestro que conocí tiempo atrás, Leonardo Buero. En este texto, él retomaba una frase de Fiódor Dostoyevski que decía: “mi único temor es no ser digno de mis sufrimientos”. Sin dudas estamos en tiempos de sufrimientos, pero nuestro temor no debiera centrarse en la pérdida del confort conocido. Por el contrario, nuestro temor debiera estar dirigido a que este sufrimiento no tenga sentido… confieso que tengo miedo. Tengo miedo de que este dolor que nos atraviesa no nos conduzca a una transformación existencial e institucional, tan profunda como necesaria.

Referencias bibliográficas

 

Doody, C. (2020). Theologians propose ‘do-it-yourself’ sacraments to beat coronavirus, clericalism. Recuperado el 19 de abril en https://novenanews.com/theologians-do-it-yourself-sacraments-coronavirus/     

Drewermann, E. (1995). Clérigos. Psicograma de un ideal. Ed. Trotta, Madrid.

Fernández, L. (1994). Instituciones educativas. Ed. Paidós, Buenos Aires.



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