“Tengo un atajo en el cielo,
por donde solo yo paso.
Pero hoy tú vendrás conmigo,
conmigo vendrás del brazo”.
Líber Falco
Esta reflexión nace de una inquietud personal. Tal vez de una necesidad, al no encontrar reflexiones de otros que me ayudaran a poner palabras a lo que vivo en el seno de la familia que voy formando. Por eso no se trata de una reflexión acabada, sino de un primer esbozo que quiere alimentarse de otras voces y de intercambios profundos.
En el ámbito católico se suele escuchar hablar de la familia como iglesia doméstica. O bien los testimonios de la vivencia de la fe cristiana en la familia refieren siempre a una en la cual ambos, marido y mujer, son creyentes. Pues bien, este no es mi caso. Y no por ello dejo de vivir mi fe en el espacio familiar, como lo hago en el laboral y tantos otros de la vida secular.
De eso quieren hablar estas líneas, de una espiritualidad en medio de una familia donde yo creo en Jesús y participo de la vida eclesial, donde mi esposo no lo es y tampoco ha tenido experiencia de comunidad cristiana, y en la que tenemos una hija que está e irá recibiendo las vivencias y creencias de los dos.
Un camino de fe
En mi camino de fe he recorrido muchos “lugares”. Me refiero a lugares no geográficos, o no solo, sino a lugares de vivencia de la fe cristiana y de búsqueda por vivir una espiritualidad encarnada en la realidad. Así participé de comunidades parroquiales, recibí los sacramentos de iniciación, me integré militantemente en la Pastoral Juvenil, participé de espacios de oración, realicé diversos retiros y ejercicios espirituales… Así me encontré en nuevas comunidades, participé en algunos servicios concretos, y sobre todo empecé a soñar en cómo quería vivir mi vida.
La fe siempre tuvo un lugar importante en mi vida. Cuando soñaba con encontrar un compañero, ser madre, formar una familia, buscaba escuchar lo que Jesús quería para mí, lo que él me estaba proponiendo. Por momentos no lo vi claro, hubo tiempos en los que pensaba que quería otra cosa; pero finalmente me encontré con Manuel, me enamoré y comenzamos a construir un proyecto juntos.
Manuel no es creyente, nunca tuvo una experiencia de fe, tal vez porque nunca nadie le había presentado a Jesús. No obstante, nos acercó un amigo que yo conocía de la Pastoral Juvenil. Por lo cual tal vez lo primero que haya sabido de mí es que era cristiana. Y sabiendo eso él se animó a conocerme más, a dejar que entrara en su vida y a entrar él en la mía. Después hubo espacios para explicar algo más, para compartir en lo que creía, para acercarse a mi comunidad.
Nunca dudé que Dios tenía que ver con lo que fuimos viviendo con Manuel en nuestro noviazgo. Para mí era la realización de un proyecto personal y la construcción de un proyecto de a dos. Que Manuel no fuera creyente no fue jamás un obstáculo, al contrario fue una invitación a poner palabras a una fe que yo traía desde muy pequeña y que había ido madurando en mi camino personal. Lo importante era que nos amábamos, que compartíamos una mirada sobre la vida, que queríamos formar juntos una familia y vivir con un estilo que era de los dos.
Claro que para mí todo eso tenía, tiene que ver con mi manera de vivir la fe. Eso lo comparto con Manuel, por eso también nos casamos por Iglesia. Que para él este proyecto común tenga otro motor que no es la fe no lo vivo como una pobreza en la relación. Al contrario, a mí me ha alimentado mucho poder compartir mi fe con alguien no creyente, ampliar mi mirada y compartir mi ser cristiano en un mundo que no lo es, como pasa con mi familia política. Yo, acostumbrada a los espacios cristianos, tuve que aprender a hablar de la fe en otro lenguaje, a ponerle palabras a lo que creo, y especialmente a comprender la experiencia de aquellos que no creen, sus dudas, sus cuestionamientos y hasta sus diferencias. Para mí una riqueza en mi camino de fe.
El espacio personal
Creo que lo que primero se dio fue un respeto por el espacio que ocupan en mi vida las diferentes actividades vinculadas a mi vivencia de la fe. Participar de mi comunidad, celebraciones, retiros y un combo de otras instancias más, seguía siendo para mí fundamental y no quería perder ese espacio. Ese respeto es fundamental.
En la medida en que eso sigue estando en mi vida, está en nuestra vida. Porque la pareja se trata también de compartir lo que vamos viviendo en otros espacios, de comentar con el otro algo que nos dejó pensando, dudas que nos van surgiendo, y así tantos sentimientos que se van despertando. En esto Manuel es receptivo, un oyente activo y un gran compañero.
Tal vez lo más difícil es lograr un espacio de oración personal. A veces me encuentro tirada en la cama, antes de dormirme, conversando con Dios. Otras, cuando estoy sola y con tiempo, agarro mi cuaderno y me pongo a escribir. Pero son, lo reconozco, cosas ocasionales. Sin embargo, no puedo decir que tenga que ver con no compartir la fe con mi esposo. Creo que es más no darme el espacio, hoy más dificultado por la llegada de nuestra hija Micaela. Por eso es más fácil a veces cuando ese espacio se da externamente, invitada por otros, en otro lugar que no sea mi casa.
Mantener esos espacios “externos” me permite mantener mi fe activa, siempre en crecimiento. Espacios que además alimentan mi vida de pareja y de familia.
El espacio compartido
Descartando, entonces, que hay un espacio personal que se mantiene, me pregunto si es posible vivir la espiritualidad cristiana en los espacios compartidos en mi familia. La respuesta afirmativa me surge enseguida. Al decir de Patricio Rodé, la espiritualidad laical se vive especialmente en el mundo secular. Mundo que en mi caso incluye también la familia.
El desafío es dar cuenta de cómo vivo esa espiritualidad, dónde está, cómo se manifiesta. No es fácil decirlo, me surgen imágenes, ideas borrosas. Acá es donde mi reflexión busca interlocutores para alimentarse, por eso la comparto, aunque sea de modo desordenado y confuso.
El poder explicitar mi fe, hablar de Jesús, escribirle en una carta algún pasaje de la Biblia. Leerle fragmentos de mi cuaderno de oración y observar la emoción en su rostro. Tener la posibilidad de compartirle a nuestra hija mi fe, y contarle cosas que yo puedo explicar solo desde esa fe.
Elegir, con limitaciones y errores, un estilo de vida que quiere parecerse al del Jesús que nos presentan los evangelios. No ser indiferentes a nuestra realidad, buscar la sencillez, disfrutar de estar juntos y estar con otros. Valorar la familia, la que estamos construyendo y en las que crecimos. Cuestionarnos nuestra vida a veces estresada y encerrada. Permitirnos cambiar y volver a empezar.
El cuidado por algunos detalles, por tener presente al otro, por darnos los espacios que cada uno necesitamos para crecer. Darle un lugar a los ritos y los signos, que expresan más de lo que podemos imaginar.
¿Es esto excluyente de una espiritualidad cristiana? Creo que no. Es una espiritualidad compartida que en mí tiene el rostro de Jesús. No me siento limitada por vivirla así, me siento sumamente enriquecida y agradecida.
Ojalá estas líneas sirvan para seguir aportando elementos que nos abran la mirada a una espiritualidad cristiana que se enriquece en la vida compartida con todos con quienes lo hacemos. Gracias por recibirlas.