Hace casi un mes que se declaró la emergencia sanitaria en Uruguay. Ya pasaron tres semanas sin clases. Tres semanas en las que todos en casa dejamos de salir para trabajar, ir a la escuela o al jardín.
La mayor de mis hijas, Micaela, de cuatro años, no expresó ninguna angustia, ni tristeza ni preocupación por la situación en esas primeras tres semanas. Sí decía que cuando se fuera el virus, íbamos a hacer esto o aquello, pero todo con alegría y motivación. Hasta que hace cuatro noches le empezó a costar dormirse. No alcanzaban los libros, y agregamos canciones. No alcanzaron las canciones y rezamos. No alcanzaron las oraciones, y esperamos juntas abrazadas a que el sueño viniera. No lloraba ni se mostraba preocupada, pero no era normal que esto pasara. Antenoche le pregunté si algo le preocupaba, me respondió: “No quiero que Julia (su prima y amiga) se enferme”. Anoche, directamente, me dijo “No quiero que te mueras”.
A ella le expliqué que no salíamos para no enfermarnos todos al mismo tiempo, porque si no los médicos no nos iban a poder atender a todos. Que si nos enfermábamos no iba a ser nada malo. Que todo esto iba a pasar, y que íbamos a poder ver de nuevo a los primos, abuelos, tíos y amigos. Que yo iba a estar siempre con ella.
A mí me dije: ¿por qué tanta traba con la muerte? ¿Por qué no podemos, no puedo, hablar de ella como parte de la vida? También me dije: algún día voy a morir, pero siempre voy a estar con ella.
Estamos en Semana Santa, recordando los días previos a la muerte de Jesús, y resulta que me parece un tiempo propicio para reflexionar sobre estas cosas. Quizás, me pase también, porque ya estoy pisando los cuarenta años.
Creer en Jesús, creer en la vida eterna, significa creer en la muerte como parte de la vida. Pero vivirlo así, uy eso sí que es difícil. Quiero entregarme a la certeza de que Dios está ahí, esperándome con los brazos abiertos. Quiero creer, como dice San Agustín, que morir es sólo ir al otro lado del camino. Y, sobre todo, que estar del otro lado no nos aleja de los que están de este, sino que nos encuentra de un modo diferente. Quiero confiar en que si morir es un acto solitario, en realidad estoy siempre acompañada.
No pido no tener miedo, no sufrir con la muerte, y no llorar a mis muertos. Jesús mismo tuvo miedo, le pidió a Judas que lo hiciera rápido, y le rezó a su Padre con el deseo de sortear ese trago. Pido emocionarme con lo que puede ser el encuentro con Dios Padre. Pido alegrarme con la posibilidad de poder seguir acompañando a mis afectos siempre. Pido sentir el amor que trasciende a la muerte. Pido que la muerte me encuentre con los brazos abiertos de tanto abrazar. Porque, como dice Benjamín González Buelta, “la vida eterna avanza dentro de nosotros y se llama comunión”.