Un sábado Jesús estaba enseñando en una sinagoga. Había allí una mujer que desde hacía dieciocho años estaba poseída por un espíritu que la tenía enferma, y estaba tan encorvada que no podía enderezarse de ninguna manera. Jesús la vio y la llamó. Luego le dijo: «Mujer, quedas libre de tu mal». Y le impuso las manos. Al instante se enderezó y se puso a alabar a Dios. (Lc 13, 10-13)
¿Por qué entre todas las personas que estábamos ese día en la sinagoga me miraste a mí? ¿Por qué si hacía 18 años que yo no hacía más que intentar pasar desapercibida?
Me elegiste entre la multitud. Al lado mío estaba Sandra, que es ciega, y estaba Olga que cada tanto echa espuma por la boca y dicen que está poseída por un demonio. También estaba Silvia, que es viuda, e Isabel la prostituta. Y sin embargo, no sé por qué me llamaste a mí.
Hacía 18 años que veía casi solo mis pies y podía pensar en poca cosa más que en mi dolor y en mantener el equilibrio. En realidad tengo solo vagos recuerdos de antes de quedarme doblada… 18 años es mucho: en ese tiempo vi morir a mis padres y vi nacer a casi dos generaciones en el pueblo.
La forma en la que me miraste ese día en la sinagoga me turbó y eso que por mi enfermedad solo podía verte la cara de reojo. Tenés una mirada distinta, ¿es cierto que ves más allá? ¿Qué viste en mí ese día? ¿Qué ves en mí ahora? Parece que conocieras todas mis luchas, mis heridas, mis intentos. Tu mirada no es la de un juez, no me habla de lo que debo hacer, ni de lo que hice antes o de lo que hicieron mis padres para que yo me haya quedado doblada. Es como que vieras más allá del mal y más allá de lo que vemos todos. ¿Ves en lo profundo? ¿Tiene que ver con el amor del que tanto hablás?
En esos 18 años muchas veces sentí los ojos de la gente del pueblo clavados en mi joroba. Yo no los veía porque estaba tan doblada que prácticamente solo miraba al suelo, pero soportaba sus filosas miradas sobre mi espalda. También sentía cómo se tensaban cuando yo pasaba cerca y me iban abriendo paso cuando caminaba por la calle, cómo murmuraban y hablaban de mí con repulsión.
No es que sean gente mala, es que tienen esa forma tan torpe e hiriente de reaccionar frente a lo distinto… En vez de ver mi dolor, que también estaba a la vista, veían solo mi cuerpo deformado. Incluso algunos de los más cercanos, con valentía (porque para tocarme a mí se necesitaba ser valiente) intentaban aliviarme sosteniéndome del brazo, pero yo los echaba con bronca: no podía soportar sentirme tan inútil, invalidada hasta para caminar por mí misma. Estaba harta de depender de otros y quizás también por eso me había quedado cada vez más sola.
Estuve 18 años enfocada en todo lo que me costaba hacer a causa de mi enfermedad. Pasé horas y días y noches buscando cualquier mínimo indicio de rechazo por parte de mis vecinos, coleccionando en mi memoria listas de actitudes hostiles a partir de las que confirmar lo poca cosa que me sentía. La disciplina de la queja (porque si había algo en lo que era disciplinada era en eso), gota a gota fue erosionando mi capacidad de ver más allá de mí misma y de lograr algo tan básico como ponerme en el lugar del otro. Estaba tan enfocada en juzgar lo que recibía de los demás que nunca cambiaba el lente para analizar lo que salía o tenía el potencial de salir de mí hacia afuera; y no solo me refiero a mi hostilidad hacia los demás (que era grande), sino también a mi capacidad de dar.
La queja, como una gran tela de araña, me fue atrapando y se fue apropiando de mi vida. Me fui quedando sin ganas de nada. Además de encorvada estaba ciega: no podía ver nada que fuera motivo de agradecimiento o espera. Yo sentía que quejándome estaba siendo realista, que lo único real era mi estigma e incapacidad.
Con esto no quiero decir que el dolor no fuera real (el del cuerpo y el otro). No supe lidiar con el dolor. Reaccioné tensando al máximo todos mis músculos y me fui enroscando cada vez más (no solo físicamente, sino también en la mente, porque había veces en las que no podía pensar en otra cosa).
Ese sábado en la sinagoga vos me llamaste. No sabías mi nombre, no sabías nada de mí (o eso es lo que yo creo, porque nunca nos habíamos visto antes). Por un segundo no me di cuenta de que era a mí que me hablabas, aunque tu voz se proyectaba en mi dirección. Se está dirigiendo a alguien que está atrás mío, pensé. Me giré instintivamente, pero seguí sintiendo sobre mí todas las miradas, mucho más que de costumbre. Era a mí que me llamabas.
Avancé entonces como pude, avancé hacia vos entre la multitud de mujeres que se abrió para que pasara, llena de vergüenza porque después de andar tanto tiempo escondiéndome ese sábado inesperadamente me convertí en el centro de la atención. Igual esta vez era distinto: la atención no estaba en mi joroba sino en el círculo invisible que formábamos vos y yo. Caminé tambaleándome y llena de vergüenza, pero también movida hacia vos con una fuerza inexplicable. Fui entregada, ¿a esta altura qué podía perder?
Llevaba la carga de mi enfermedad sola y encima con la culpa de haber sido la causante de mi propio mal. No te pedí nada, ya hacía tiempo que no le pedía nada a nadie. Ahora me suena tétrico contarlo, pero estaba resignada a esperar que todo acabara. Sentía que era lo que me merecía. ¿Dios? No sé, no estaba.
Yo había escuchado de vos, de tus prodigios, pero no sabía si creer. A decir verdad, en los últimos años ya no me sentía con fuerzas de creer en nada. Creo que nadie nunca había pensando -ni yo misma- que mi vida podía ser de otra manera. ¿Por qué me costaba tanto creer en los cambios si ya había visto muchas veces tormentas y sequías que modificaban el curso de los ríos y el paisaje?
Me tocaste. ¿Cómo te animaste? Vos sí que no le tenés miedo a nada, eso pensé. Ningún sacerdote ni maestro de la ley me había tocado nunca, hubiera sido un escándalo. Aún siento tus manos sobre mi cabeza, bendiciéndome; es que la memoria del cuerpo es muy distinta que la de la mente, recordar para el cuerpo es casi como volver a vivir lo que pasó. ¿Es por eso que curás tocando?
Me impusiste las manos y me ayudaste a enderezarme. Todos quedamos boquiabiertos. Creo que nunca había sentido tanta alegría y la certeza –lo que sentí no se puede describir de otra manera– de que realmente hay alguien que es mucho más grande que nosotros.
Vos me desataste. Estaba encadenada a mi enfermedad. No podía ver otra cosa en mí. Escuchar “mujer, quedas libre” con tanta autoridad y tanto amor me dio permiso para soltar las cadenas que me inmovilizaban –algunas que yo misma me había puesto–, y reconocer mi verdadera identidad. Soy una mujer, no un cuerpo encorvado. Te sentí firme, convencido. Tu voz traslucía una profunda compasión, su vibración no estaba teñida de rechazo ni de condena. Quizás de la manera en que lo cuento no parece gran cosa, pero yo nunca había vivido un encuentro así.
De verdad es que como vos decís: tu yugo es llevadero y tu carga ligera. Me sacaste el peso de la espalda, el que me tenía doblada. De algún modo sentí que me preguntabas: ¿quién te juzga?, y me decías: sos inocente. Pude aflojar mis músculos y soltarme.
No voy a negar que junto con la inmensa alegría y agradecimiento que sentí ese sábado, también tuve miedo. Miedo a no tener fuerzas para sostener el cambio, miedo a la reacción de los vecinos del pueblo -especialmente de mis parientes-, incluso miedo a los maestros de la ley (porque no sé si te acordás pero se pusieron muy malos porque me curaste en el día de descanso).
Tu poder me dejó azorada. Me moviste todo. Ya no pude sentirme cómoda en mi lugar anterior. La curación fue un paso importantísimo para renacer, pero para ser sincera en mi vida fue como un terremoto. La euforia de ese día dio paso a una dura lucha. Fue solo el comienzo de un cambio radical, que dolió mucho. Me libertaste de mi culpa, pero no de una vez. Me llevó un tiempo sentirme verdaderamente libre, pero el primer encuentro contigo fue como un rayo de luz que me sacudió y me mostró que había otra forma.
Al principio fue difícil lograr que muchos de los vecinos vieran en mí a alguien más que a “la doblada” que Jesús enderezó. Y también tuve que aguantar las críticas que me llovieron porque desde ese día pasé a ser “una de los tuyos” y el ejemplo viviente de lo que ellos consideran tu incumplimiento de la ley del sábado. Pero no todos en el pueblo reaccionaron así; algunos de los testigos del milagro creyeron en vos y en mí. Desde ese día pertenezco a una comunidad, de la que también saqué la fuerza para continuar a fondo con lo que vos empezaste en mi vida.
Cuando miro para atrás me maravilla constatar cómo poco a poco se fue transformando algo que parecía imposible. Lo que se presentaba como una roca rígida resultó no ser tal cosa y la tormenta que se me vino encima poco a poco se fue calmando. Tuve que desaprender muchas cosas y aprender otras… Aprender a mirar a los que prácticamente no vi por 18 años y a mirarme a mí misma de una manera nueva, la que vos me enseñaste.
Ya pasó bastante tiempo de ese día, no puedo más que agradecer a Dios por haberte traído a mi vida aquel sábado y por todo lo que vino después. Me sigue pareciendo misterioso ese amor tan grande que Él tiene por lo que creó y que voy conociendo de a poco.
La celebración de los sábados en la Sinagoga tiene ahora para mí un sentido renovado. Yahvé bendijo el sábado y lo santificó; por eso nosotros ese día hacemos reposo en su honor, como Él le mandó a Moisés en la alianza, y recordamos cómo liberó a nuestro pueblo de la esclavitud de Egipto. Ahora que experimenté en carne propia tu liberación, la celebración ya no es para mí un rito que cumplo porque manda la tradición. Ahora puedo creer en lo profundo lo que desde niña me contaron sobre Dios: lo que hizo por nuestro pueblo lo hizo también por mí y lo sigue haciendo. Nuestro Dios es liberador.
Mis vecinos siguen hablando del milagro de cómo me enderezaste. Les intento explicar cuál fue el verdadero milagro, pero con muchos aún no me he logrado hacer entender… Me curaste, es cierto, pero heridas que no se ven. Lo más maravilloso no fue que enderezaste mi espalda, el milagro fue que me dijiste que yo soy importante y que mi amor también tiene capacidad de mover montañas. Ya no me afecta lo que me quieran hacer creer sobre mí ni sobre quienes me trasmitieron la vida… Ahora sé quién soy: soy creatura, soy amada. Nada es más fuerte que esa realidad.
No es que ya no tenga heridas, nadie escapa a eso y menos si elige seguir tu propuesta de intentar vivir en el amor. Pero ya no las escondo: entendí que no es el camino. Cuando me reconozco débil, Dios es fuerte por mí. No me tengo que defender más yo sola, Él me cuida. No me avergüenzo de mis heridas ni de mi pasado, es de ahí que saco el poder para ayudar a sanar a otros.
Vos hiciste en mí maravillas y lo que es más increíble no me exigiste ni me exigís nada. Lo que físicamente llevó un segundo, me llevó mucho tiempo en el corazón. De a poco, de a poco me fui enderezando. Levantaste mi mirada y me invitaste a mirar contigo, de esa manera distinta, que nace del amor.