Esta expresión está en el número 230 de Laudato si’, la reciente encíclica de Francisco. Con la conciencia de nuestras limitaciones y sin pretender competir con la enorme y variada cantidad de reacciones y análisis que ha motivado, le dedicamos el corazón de esta edición de la Carta.
Dice ese numeral: “El ejemplo de santa Teresa de Lisieux nos invita a la práctica del pequeño camino del amor, a no perder la oportunidad de una palabra amable, de una sonrisa, de cualquier pequeño gesto que siembre paz y amistad. Una ecología integral también está hecha de simples gestos cotidianos, donde rompemos la lógica de la violencia, del aprovechamiento, del egoísmo […] [231]. El amor lleno de gestos de cuidado mutuo, es también civil y político y se manifiesta en todas las acciones que procuran construir un mundo mejor. El amor a la sociedad y el compromiso por el bien común son una forma excelente de la caridad, que no solo afecta a las relaciones entre los individuos, sino a las ‘macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas”.
Nos vino a la memoria esta cita cuando pensábamos en los momentos que vivimos. Y somos conscientes de la desproporción, por decir así. Quién iba a decir, al inicio de este siglo XXI, que su aún corto camino sería tan terrible como de hecho está siendo. Porque al escuchar o leer historias, por ejemplo de las guerras llamadas mundiales, sin haberlas vivido con la cercanía con que se viven ahora las cosas del planeta, insensiblemente nos decíamos, “no, difícil que pase de nuevo”. La triste realidad, ya prefigurada por otras barbaridades de la segunda mitad del siglo XX, nos dice que sí, que puede pasar de nuevo y que de hecho, con formas tal vez diversas, sigue pasando. Parecería que nunca aprenderemos, a veces nos sentimos tentados de desesperar de la humana condición, si no fuera porque tenemos esa reserva de esperanza que nos ayuda a rescatar y destacar al mismo tiempo los mil y un ejemplos de bondad, de entrega, de solidaridad, que de continuo argumentan a favor del ser humano. Y la fe, es claro, por la que creemos que en esta misma actualidad está presente el Señor, dando su vida y resucitando, afirmando su valor y trascendencia, su victoria final, aun cuando crueles argumentos nos quieran decir hoy lo contrario.
Algo de esto pensábamos al ver sobre todo en la televisión las muy duras imágenes de la estampida humana que desde el Oriente Medio y más allá recorre quilómetros y quilómetros, supera obstáculos de todo tipo en busca de un poco de paz y oportunidades para vivir humanamente. Estamos de hecho todavía en medio de esa especie de sismo, con el que de repente nos hemos hecho un poco más conscientes del drama de los millones y millones de refugiados que desde hace ya tiempo golpean las puertas del corazón de la humanidad. Por supuesto, esto último parece superar todo, evoca lo que estudiábamos o leíamos sobre las migraciones humanas en tiempos remotos, sin imaginar de pronto todo el dolor que las acompañaba. Ahora lo vemos, en vivo y en directo, y de a ratos nos parece mentira. Mentira que esté sucediendo mientras nosotros vivimos después de todo con bastante tranquilidad.
Además, aquí en nuestro país, estamos viviendo en simultáneo esas derivaciones difíciles de asumir de las familias sirias que quisimos recibir y acoger con el acuerdo de la gran mayoría, pero que por lo que parece no se sienten ni seguras ni a gusto. Eso también nos cuestiona, porque más allá de posibles errores cometidos en ese proceso, nunca es fácil comprender y aceptar que la integración de personas de diferentes culturas, la inserción de los desarraigados, no es algo evidente, o cuestión que se logre de un saque, por más grandes que sean las dosis de apertura y solidaridad. En una de esas hemos sentido una voz que nos decía adentro, “pero bueno, ¿qué quieren? ¿No les alcanza con que los hemos sacado de la amenaza de la guerra y les ofrecemos un hogar?”. Con lo molesta que pueda ser, es una buena oportunidad para saber que siempre tenemos que aprender a abrirnos a los “diferentes”, a acogerlos, o aceptar los ritmos de la aclimatación de quienes proceden de horizontes muy diversos. Y sobre todo para no dar marcha atrás en las buenas decisiones que tomamos (al contrario de algunas voces que de todo esto no sacaron más que la conclusión de que fue un error, o que fue una jugada para hacernos ver…).
En medio de este presente del mundo, arduo de vivir, muy cuestionador, no faltan esas muestras de humanidad que alimentan la esperanza, y que en la fe reconocemos como signo de Reino ya presente, aunque todavía sufra tanto para darse a luz. Con respecto al drama de los refugiados, el despertar de varios pueblos europeos que salieron a las calles para recibir a quienes “invadían” su casa, para decirles y hacerles ver que están dispuestos a compartirla con ellos. A pesar de que mañana o pasado mañana tendrán que hacer las cuentas con los tantos problemas que plantea la integración, la convivencia entre experiencias de vida muy distintas. En varios casos desmintiendo las reticencias y oposiciones de sus gobiernos. Hermoso de ver y de comprobar.
Y cuando escribimos estas líneas, la llegada de Francisco a Cuba y su visita a los EE UU, evidenciando y celebrando el proceso de reencuentro entre esos dos pueblos. Al que le falta mucho todavía, pero que es ya una hermosa señal de que aun las cosas más difíciles pueden encontrar el camino de transformación para bien, siempre que se esté dispuesto a emprender la senda del diálogo y la comprensión. Que es una forma en este caso política de “ese pequeño camino del amor”. Y que para nosotros puede pasar de seguro por una cantidad de gestos sencillos, cotidianos, sin olvidar los más grandes y complejos, que lleven a rescatar lo que hay de realmente humano en cada uno.
La Redacción