Estamos ya a menos de un mes de la celebración del Sínodo ordinario de octubre (4-25/10), que completará el proceso iniciado con la preparación del extraordinario de 2014, y que incluyó también el consistorio cardenalicio de febrero del mismo año, con la ya famosa relación del cardenal Walter Kasper.
Precisamente fue esa intervención, muy elogiada por Francisco que se la había encargado, la que estimuló los intercambios que llegan hasta hoy. Por eso, en estas vísperas de la asamblea sinodal nos parece interesante reproducir el “Epílogo” del teólogo y cardenal alemán a sus palabras en el Consistorio. Como ellas han sido publicadas en un libro (“El evangelio de la familia”, Sal Terrae, 2014), no se hallan en formato digital. Esa es la razón por la que elegimos publicar esta conclusión titulada “¿Qué podemos hacer?”.
Para aquilatar la importancia del aporte de Kasper en el actual proceso sinodal bastaría con señalar, además, que el propio Pontificio Consejo para la Familia señala en su página web la presentación del libro “El evangelio de la familia en el debate sinodal – Mas allá de las propuestas del cardenal Kasper”, de Stephan Kampowski y Juan José Pérez-Soba, ambos profesores en el Instituto Pontificio Juan Pablo II, el 3 de octubre. Se trata de una obra crítica con las posiciones del cardenal, que se presenta muy oficialmente dos días antes del comienzo del Sínodo, como sucedió en 2014 con la de Müller y otros cuatro cardenales.
La Redacción
“¿Qué podemos hacer?”
Cardenal Walter Kasper
Las consideraciones que hemos presentado en el Consistorio, han venido precedidas, hace ya varios años, por diálogos con pastores de almas, consejeros matrimoniales y familiares, así como con parejas y familias interesadas en el tema. Inmediatamente después de la presentación de este informe se han reanudado estas conversaciones de forma espontánea. Sobre todo, nuestros hermanos en el ministerio quieren saber, por lo general con la mayor premura posible, qué deben o pueden hacer en concreto. Estas peticiones son comprensibles y justificadas. Sin embargo, no hay recetas simples. Y muchos menos pueden imponerse en la Iglesia determinadas soluciones de forma arbitraria o a base de maquinaciones intimidatorias. Para llegar a una solución posiblemente unánime es preciso dar muchos pasos.
Primer paso
En las cuestiones referentes a la sexualidad, al matrimonio y a la familia, el primer paso consiste ante todo, en que seamos nuevamente capaces de hablar y descubrir una vía de salida de la inmovilidad ocasionada por un enmudecimiento resignado frente a la situación de hecho. Preguntarse simplemente qué es lícito o qué está prohibido, no es algo que nos sirva aquí de mucha ayuda. Las cuestiones relativas al matrimonio y a la familia –entre las que la cuestión de los divorciados y vueltos a casar es tan solo una más, aunque se trate de un problema urgente- forman parte del contexto general en el que nos preguntamos cómo pueden las personas encontrar la felicidad y la plenitud de su vida.
De este contexto forma parte, de forma absolutamente esencial, el modo responsable y gratificante de relacionarse con el don de la sexualidad, don hecho y confiado por el Creador a los seres humanos. La sexualidad debe hacer salir del callejón sin salida y de la soledad de un individualismo autorreferencial y conducir al “tú” de otra persona y al “nosotros” de la comunidad humana. El aislar la sexualidad de tales relaciones globalmente humanas y reducirlo a puro sexo, no ha conducido a la tan ponderada liberación, sino a su banalización y comercialización. La consecuencia de todo ello es la muerte del amor erótico y el envejecimiento de nuestra sociedad occidental. El matrimonio y la familia son el último reducto de resistencia contra un economicismo y tecnificación de la vida que todo lo calcula con frialdad y todo lo devora. Tenemos todas las razones del mundo para comprometernos lo más posible a favor del matrimonio y de la familia y, sobre todo, para acompañar y animar a los jóvenes en este camino.
Segundo paso
Un segundo paso dentro de la Iglesia, consiste en una renovada espiritualidad pastoral que deje de incurrir, de una vez, en una mezquina consideración legalista y en un rigorismo no cristiano que impone a las personas pesos insoportables que nosotros, los clérigos, no queremos y ni siquiera sabríamos cómo llevar (Mt 23, 4). Las Iglesias orientales, con su principio de la “oikonomía”, han desarrollado un recorrido bastante ajeno a la alternativa entre rigorismo y laxismo, del que nosotros podemos ecuménicamente aprender. En Occidente conocemos la “epicheía” [acto o hábito moral que permite al hombre eximirse de la observancia literal externa de una ley positiva con el fin de ser fiel al sentido de ella o a su espíritu auténtico], la justicia aplicada al caso individual, que según Tomás de Aquino es la justicia mayor [dice Alberto Magno, maestro de Tomás, sobre la epiqueya: “Por su misma naturaleza, los actos humanos son inestables y están siempre sometidos al cambio. Hay que respetar esta continua variabilidad de lo real y no pretender abarcar todas las acciones humanas dentro de una sola y misma ley universal, lo real no debe acomodarse a la regla, sino la regla a lo real”].
La “oikonomía” no es ante todo un principio del derecho canónico, sino una fundamental actitud espiritual y pastoral que aplica el evangelio según el estilo de un buen padre de familia, entendido como “oikonómos”, según el modelo de economía divina de la salvación. Dios, en su economía salvífica, ha dado muchos pasos juntamente con su pueblo, y ha recorrido, en el Espíritu Santo, un largo camino con la Iglesia. Análogamente, la Iglesia debe acompañar a las personas en su andadura hacia el final de la vida, y en este punto debería ser consciente de que también nosotros, como pastores, estamos siempre en camino y con bastante frecuencia nos equivocamos, tenemos que comenzar de nuevo- y gracias a la misericordia de Dios, que no tiene fin- podemos recomenzar una y otra vez.
La “oikonomía” no es una trayectoria o incluso una vía de salida “barata”, sino que hace que nos tomemos en serio el hecho de que, como Martín Lutero lo formuló en la primera de sus tesis sobre las indulgencias (1517), toda la vida del cristiano es una penitencia, es decir, un continuo cambiar de modo de pensar y una nueva orientación (“metánoia”). El hecho de que lo olvidemos con frecuencia, y de que hayamos, imperdonablemente, descuidado el sacramento de la penitencia como sacramento de la misericordia, es una de las heridas más profundas del cristianismo actual. La vía penitencial (“via poenitentialis”) no es por ello algo destinado únicamente a los divorciados y vueltos a casar, sino a todos los cristianos. Solo sin en la pastoral nos orientamos de nuevo en este modo profundo y global, avanzaremos también en las cuestiones concretas que se nos presentan una tras otra.
Tercer paso
Un tercer paso concierne a la traducción institucional de estas consideraciones antropológicas y espirituales. Tanto el sacramento del matrimonio como el de la eucaristía no son una cuestión meramente individual y privada, sino que poseen un carácter comunitario y público y, por ello mismo, una dimensión jurídica. El matrimonio celebrado en la Iglesia debe ser compartido por toda la comunidad de la Iglesia, concretamente de la parroquia, y el matrimonio civil se encuentra bajo la tutela de la Constitución y del ordenamiento jurídico del Estado. Considerados en este contexto más amplio, los procedimientos canónicos en cuestiones matrimoniales necesitan ser reorientados espiritual y pastoralmente. Ya existe hoy un amplio consenso en relación con el hecho de que los procedimientos unilateralmente administrativos y legales, según el principio del tuciorismo [doctrina moral por la cual habría que seguir siempre la opción más segura o cercana a la ley, aunque la opción opuesta también sea probable], no hacen justicia a la salvación y al bien de las personas y a su situación concreta de vida, a menudo más compleja. No estamos abogando con esto a favor de una gestión más laxista o de una mayor liberalidad en las declaraciones de nulidad matrimonial, sino más bien deseamos que se simplifiquen y aceleren estos procedimientos y, sobre todo, que se sitúen en el marco de coloquios pastorales y espirituales, en el contexto de un asesoramiento de tipo pastoral y espiritual, en el espíritu del buen pastor y del samaritano misericordioso.
Cuarto paso
Existe una mayor controversia en relación con un cuarto paso, referente a situaciones en las que no es posible una declaración de nulidad del primer matrimonio, o como sucede en no pocos casos, no se desea porque no se considera honesta. La Iglesia debería animar, acompañar y apoyar, desde todo punto de vista a quienes, después de una separación civil, emprenden el duro camino de la soledad. Unas nuevas formas de Iglesias domésticas pueden servir aquí de gran ayuda y ofrecer una nueva posibilidad de sentirse en casa. El camino para hacer posible a los divorciados que se han vuelto a casar civilmente, en situaciones concretas y después de un período de reorientación, el acceso a los sacramentos de la penitencia y la eucaristía, debe recorrerse en cada caso concreto contando con la tolerancia o el tácito consentimiento del obispo. Ahora bien, la discrepancia entre el ordenamiento oficial y la tácita praxis local no es una situación nueva del todo satisfactoria.
Aunque no sea posible y ni siquiera deseable una casuística, habría que proporcionar y anunciar públicamente los criterios vinculantes. En mi informe he tratado de hacerlo. Obviamente, esta propuesta puede mejorarse. Sin embargo, la esperanza de muchísimas personas está justificada: la esperanza de que el próximo Sínodo, dirigido por el Espíritu de Dios, después de haber ponderado todos los puntos de vista, pueda indicar un camino bueno y común.