“Educadores feministas han trabajado para revertir
una historia de separación y rescatar la educación,
los/as docentes y los/as estudiantes de las privaciones de su exilio”.
Madeleine Grumet y Kate McCoy
Quiero compartir aquí una reflexión cotidiana, de esas que emergen transitando los lugares habituales de trabajo. Los hechos son trillados, porque son reincidentes; podríamos decir sobrevivientes de un modelo cultural que no desaparece.
Veo encarnado allí, en los espacios micro, aquellas ideas leídas en las obras de Foucault, Butler, Scott o Preciado: el poder no es algo que se ejerce desde estructuras jerárquicas, no se puede señalar como estando ahí, en algún lugar concreto… simplemente circula, se vive, traspasa nuestro lenguaje y nuestras acciones. Y el género (esa construcción cultural que se hace sobre la diferencia sexual) es una de las tantas formas desde las cuales se ejerce el poder, se construye, delimitando acciones, espacios, actividades, cuerpos, territorios, sentimientos.
Me pregunto cuánto incide el quehacer de las instituciones educativas, cuántos acontecimientos “triviales” se vuelven instituyentes y nos atribuyen el derecho de construir la desigualdad a partir de las diferencias.
Género y educación
La introducción del género como categoría de análisis se incorporó en las instituciones de educación superior en los años 80 del siglo XX, con la pretensión de construir un campo específico e insistir en la insuficiencia de los cuerpos teóricos existentes para explicar la persistente desigualdad. Una desigualdad que no se explica por factores económicos o étnico/raciales, sino que se asienta en la construcción socio-cultural que los diferentes grupos humanos y en espacios distintos han elaborado sobre la diferencia sexual. Obviamente, las personas estamos atravesadas por múltiples variables (de clase, étnico/raciales, etarias, de género) que profundizan o complejizan el análisis de la desigualdad. El punto está en que negar el potencial que la categoría de género tiene -como categoría crítica que aporta para descubrir formas de interacción social específica- es perderse de una parte sustantiva de ese entramado y reducir la comprensión.
Partimos de la base de que el género se construye desde las relaciones primarias- especialmente en los ámbitos y vínculos familiares. Pero otra de las instituciones que transitamos a lo largo de nuestra vida -desde edades tempranas hasta los umbrales de la adultez- es la Escuela (en el sentido amplio del término). Y en esa institución nos vamos a centrar ahora, pero sin desconocer que el cambio al que se aspira tiene que ver con pautas de conducta culturales que permeen todo el entramado social.
Creo que se vuelve necesario cada vez más, incluso por la demanda de los mismos sujetos que participan interpelando, que la Escuela sea una institución que se pregunte cómo procede ante la diferencia sexual, si es capaz de remover o sostener matrices culturales sexistas, excluyentes y cómo se posiciona ante los fundamentos de la identidad de cada persona.
Como afirma Graciela Morgade, es ingenuo creer que el poder instituido en saberes, prácticas, rutinas, culturas educativas se abandonará fácil o rápidamente, sin ofrecer resistencia. Por el contrario, la implantación de una educación no sexista sugiere un proceso largo, donde habrá que evaluar el alcance de la producción de conflictos y la elaboración de consensos entre los actores involucrados.
El supuesto es el siguiente: la escuela es una institución compleja y dinámica que tiene tanto la potencialidad de reproducir valores hegemónicos, como de resistirse a ellos y crear nuevas representaciones y significaciones que proporcionan el cambio en direcciones múltiples.
El ejemplo reincidente
En ocasión de una fiesta institucional, una adscripta abrió la puerta de la clase y pidió si los varones podrían cargar sillas para el salón de actos. No pude evitar peguntarle por qué las mujeres no podían ir; pregunta que habilitó a una espontánea respuesta por parte de la mitad de las estudiantes que se levantaron y salieron corriendo a ayudar. La otra mitad de las mujeres se quedaron en sus sillas y expresaron que no tenían ganas de cargar, por lo que les resultaba oportuno que el pedido haya sido sólo para los varones. Me llamó especialmente la atención, tres estudiantes que en clases anteriores habían realizado comentarios atinados respecto a algunas cuestiones de género que resultaban críticas, pero parecía que en esta oportunidad había algo que se interponía entre el discurso y la acción. Seguí con la clase y no podía dejar de pensar lo que unos y otros se estaban perdiendo. Me resultó muy ilustrativo el regreso de varones y mujeres: ellos, venían cansados… nadie les había pedido que llevaran muchos viajes de cinco sillas, pero lo hicieron y al incorporarse a la clase, se les notaba un esfuerzo por recuperarse; ellas venían cansadas pero algo decía en sus caras, que todo estaba muy bien.
Intentar traducir el enfoque de género en contenidos curriculares y prácticas institucionales constituye un reto importante, trabajo en equipo, circulación de saberes entre todos los actores, elaboración de acuerdos, pautas y trabajo en red. Porque de nada sirve que algunos docentes insistan en una formación integral, si sus saberes no circulan al punto de coordinar entre docentes directos y no directos, así como funcionarios no docentes. Para ser más directa, de nada sirve introducir en las clases de filosofía, historia o sociología los aportes de las teorías de género, si con una frase que conlleva a la acción se desdicen todos los argumentos.
Las cosmovisiones están impregnadas en nuestros cuerpos y se traducen en acciones, por eso se hace tan fácil cumplir “mandatos” sociales, reglas de género que en apariencia nadie impone pero circulan. ¿Alguien pidió a los varones que la carga excediera sus posibilidades, que rindieran al máximo, que borraran la posibilidad de ir a cargar sillas y se quedaran en clase? Ninguna orden, ningún castigo, nada los esperaba. Y lo mismo sucede al revés. A veces se sostiene un discurso, porque es políticamente correcto, deseable; pero si no hay apropiación real será un discurso vacío. Me pregunto qué y cómo llegan determinadas ideas que pretenden ser transformadoras “en serio” de la vida de los sujetos, más humanizantes como decía arriba y no sólo un discurso que se pone de moda. ¿Será eso lo que hizo decir a la adscripta que mi planteo era un “pelotudez”? ¿Será algo de eso lo que paralizó el cuerpo de las estudiantes que “decían” pero no actuaron?
El caso muestra también cómo desde los espacios institucionales se puede habilitar, legitimar o respaldar la autonomía y plenitud de todas las personas. Seguramente no se trata sólo del trabajo de unas pocas clases teóricas. Desde la educación sexual integral se nos ha enseñado que el discurso solo no arrastra la fuerza de las prácticas arraigadas en nuestros cuerpos. Por eso se insiste en la introducción de metodologías específicas que ayuden a pensarnos con el cuerpo. Nada mejor que sacar este enfoque de contexto para banalizarlo o vaciarlo de su potencial transformador. Pero creo que la formación profesional específica, no improvisada, respetuosa de los procesos de cada sujeto, es capaz de generar revisiones importantes de las viejas pautas culturales que nos exilian, a unos y otros del potencial que tenemos como personas, sin importar el sexo.