La pobreza y la desigualdad son, sin duda, los problemas más importantes del Uruguay.
Es cierto que esto no está planteado así, ni por la opinión pública, ni por los medios de comunicación masivos, ni por las autoridades gubernamentales. Más bien otros emergentes son los que destacan en los análisis y debates; típicamente la seguridad pública y la educación, entre otros.
No hace falta demasiado análisis ni imaginación para afirmar que la pobreza, la desigualdad, la desintegración social, la segregación territorial y la marginalidad están muy íntimamente ligadas a cómo se desarrolla la convivencia en una sociedad, por ejemplo en las cuestiones relativas a los procesos educativos formales y los niveles de criminalidad.
Desigualdad y poder; pobreza como privación de capacidades
Quienes son víctimas de pobreza y desigualdad tienen una clara desventaja en lo relacionado al poder. Al poder, en el sentido más literal del término. Hay en una sociedad con pobreza y desigualdad, quienes “pueden” más y quienes “pueden” menos, y este “poder” está también altamente influido por las condicionantes económicas, sociales, geográficas, étnicas, de género, y también legales, si se incluye, por ejemplo, la problemática de los inmigrantes extranjeros en situación de vulnerabilidad.
Se podría hablar de una pobreza de “poder”, en tanto una capacidad demasiado escasa de hacer oír la propia voz, de hacer valer los propios derechos, de apropiarse de los frutos económicos del aporte realizado a la generación de riqueza en su real dimensión y no en forma excesivamente disminuida, y muchas otras capacidades. Un poder muy bajo es un motivo y una consecuencia de una posición desventajosa en las condicionantes antes mencionadas. Y una sociedad desigual es aquella en la que prevalece una gran heterogeneidad de poder en la situación de los diferentes individuos que la componen.
Ya no es posible hablar solo en términos económico-materiales acerca de estas cuestiones. Así lo reconoce la literatura actual en las áreas de la economía, la ética, la filosofía política y la sociología. No es que la situación de privación o no del acceso a los bienes no sea relevante, claro que lo es. Sino que hay que considerar toda otra serie de elementos que componen a lo que se podría llamar la “dignidad” de la vida, además.
En este sentido, tienen actualmente mucha aceptación los desarrollos de pensadores como el economista indio Amartya Sen. Su “Enfoque de las Capacidades” centra la atención no tanto en cuánto tienen las personas en términos materiales, sino en cuestiones más generales que afectan también el bienestar, y que determinan el espacio de oportunidades que tienen las personas de elegir distintos caminos alternativos para dirigir su vida.
La pobreza es, en última instancia, una “privación de capacidades” (Drèze y Sen, 1995: 11)1, una restricción en un grado importante, en las opciones que la gente tiene para llevar vidas valorables y valoradas.
Verdad es que las mediciones que se realizan en forma sistemática, para poder hacer comparaciones que tengan sentido, para evaluar el impacto de las políticas sociales, para poder ver la evolución de la calidad de vida de la gente a través del tiempo, descansan mayormente en la consideración de cuestiones materiales. Sin embargo, cada vez más se tienen en cuenta los múltiples factores que inciden en la desigualdad de oportunidades en una sociedad.
En Uruguay es claro que ser mujer implica que se van a percibir menores ingresos en promedio, con más dificultades de acceso a puestos laborales de responsabilidad superior. Pero también sufren las mujeres situaciones de vulnerabilidad, por el solo hecho de serlo, en cuanto al goce de sus derechos fundamentales, si se tiene en cuenta la problemática de la violencia doméstica, el acoso laboral o la violencia obstétrica, entre muchas otras formas de padecimiento, que atacan su dignidad.
La población afrodescendiente es víctima también de desventajas tanto económicas como sociales y culturales. Según los datos censales y de la encuesta continua de hogares, conforman aproximadamente el 8 % de la población2 y han estado siempre infrarrepresentados a nivel parlamentario y en todas las instancias de toma de decisiones, también en lo laboral. No es solo que tengan menores ingresos y posibilidades de insertarse laboralmente, sino que en general se trata de una población segregada territorialmente, con menos oportunidades de acceso a la educación formal superior, con niveles de hacinamiento, mortalidad y acceso a la salud, bien por debajo del promedio de la población total.
Similares vicisitudes experimentan varios grupos de ciudadanos, las minorías religiosas, inmigrantes en situación de irregularidad, las personas con identidad de género minoritarias. Todos los indicadores económicos que intentan medir el grado de privación de la población arrojan peores resultados cuando se consideran en forma aislada a las mujeres y a las minorías en cuestión, y más aún si se trata de mujeres pertenecientes a esos grupos de la sociedad, es decir, ambas condiciones en simultáneo.
Disminuyó la pobreza, ¿qué pasó con la desigualdad?
Con respecto a lo que indican las mediciones más comúnmente aceptadas, se observa que en Uruguay se ha dado un fenómeno particular en el último tiempo. Se observa una fuerte disminución de la pobreza globalmente considerada en los últimos años, en los que se ha registrado un sostenido crecimiento económico (sobre todo a partir de fines de 2003) y una moderada disminución en la desigualdad, que se hace más visible solo a partir de 2008, y en particular hasta 2012, con un cierto impulso al aumento en los años más recientes.
Si bien Uruguay es el país menos desigual del continente, hay que aclarar que se trata del continente con mayor desigualdad del mundo, con casos como el de Brasil, donde el 20% más rico de la población concentra más del 50% del ingreso total. Solo el África subsahariana es más desigual que nuestra región.
Se ve entonces que la caída de la pobreza material, no necesariamente sigue el mismo derrotero que los niveles de desigualdad. En varios países de la región ha habido una caída en los niveles de pobreza con un claro aumento en los de desigualdad, como en el caso de Chile, claramente.
La desigualdad plantea problemas éticos importantes. Más allá de que las personas puedan acceder a los mínimos requerimientos para sostener físicamente su supervivencia y satisfacer sus necesidades básicas, la socialidad de los seres humanos es una cuestión demasiado importante como para no tenerla en cuenta. La movilidad social, por ejemplo, que fue un orgullo de nuestro país en el sentido de que eran muy amplias las posibilidades de ascender social y económicamente a partir del propio esfuerzo, ahora es muy escasa y sobre todo más bien descendente. Es mucho más fácil para los estratos más desfavorecidos de la sociedad caer en dificultades económicas y dejar de pertenecer al grupo de origen, que lograr ascender en estos términos. La crisis de 2002 fue un claro ejemplo de cuán fácil es perder muchas de las seguridades que los habitantes tienen, y cuán difícil es recuperarlas, por más y mejores políticas sociales que se pongan en marcha.
Cuanta más desintegración social exista, peores serán los problemas de convivencia dentro de una sociedad, en especial si esa desintegración es percibida como inalterable y no existen espacios para el encuentro entre personas de diferente origen social y económico.
En el Uruguay de hoy son determinantes para ver y prever la suerte que han de correr las personas, su capital social; es decir, el nivel de cooperación y afinidad con otras personas a través de redes o vínculos en la sociedad, el lugar geográfico donde se nació y dónde se vive (Montevideo o interior, costa o periferia de la capital, etc.) y el nivel socioeconómico “heredado”. Ya la movilidad social ascendente parece ser algo muy excepcional estos días. Si bien más gente accede a la universidad, los sectores con mayores vulnerabilidades están nula o escasamente presentes allí. Y la dinámica universitaria parece ser más un factor de fosilización de la estructura social que generadora de reales oportunidades para quienes menos pueden.
Distribución de la riqueza en tiempos de desaceleración
En la situación actual de desaceleración económica, surgen voces que cuestionan las formas en que se distribuye la riqueza nacional. Las organizaciones de trabajadores insisten en una discusión acerca de cuánto se apropia cada sector y cómo se podría influir desde las políticas gubernamentales para lograr mayor equidad. Se critica la transparencia de los procesos de apropiación y se apela, por otro lado, a la libertad de empresa, el secreto contable y la asunción del riesgo empresarial para defenderlos. Es un debate que probablemente veamos con más fuerza en los próximos meses.
En síntesis, la pobreza es un fenómeno que aún persiste en Uruguay, aunque con importantes avances en la superación de situaciones de carencias críticas y de necesidades básicas de muchos ciudadanos, en los últimos años. Los niveles de desigualdad han sido y son menos sensibles a los procesos y dinámicas económicas recientes, tienden a no reaccionar tan favorablemente en períodos de crecimiento económico y sí empeoran mucho en las crisis. Los niveles de equidad (entendida no solo como el acceso igualitario a bienes materiales sino también como posibilidades de poder adoptar decisiones para poder dirigir la propia vida) de una sociedad como la uruguaya son importantes para entender fenómenos como la inseguridad ciudadana, la territorialización e infantilización de la pobreza, y la existencia de grupos especialmente más vulnerados en su dignidad, como las mujeres y los afrodescendientes. Afortunadamente, hay todavía mucho interés en la discusión acerca de estos temas en nuestro país.
______
[1] Drèze J. y Sen, A.K. (1995). India: Economic Development and Social Opportunity. Oxford University Press.
[2] Instituto Nacional de Estadística 2013: Fascículo 2 – La población afro-uruguaya en el Censo 2011