¿Qué Iglesia será la pos-COVID19?

Alguien ha dicho: “habla sólo si tus palabras suenan mejor que el silencio”. De ahí mi duda sobre qué decir ante el pedido de Carta Obsur, que aporte a la reflexión y no sea hueco ni tampoco una bofetada grosera. Sin duda, lo que diga no será al estilo de “todo va a estar bien”. Con temor y temblor elijo abordar un tema que me inquieta profundamente: la Iglesia de hoy y la que quedará después de la pandemia. Y no sé si podré ser optimista con mi planteo.

Debo confesar que en este mes de cuidados y “distancia social”, mi mirada crítica no se matizó en el silencio del hogar ni de la cuaresma, sino que encontró muchas razones para la irritación. Me dirán -y es cierto- que la irritación, es otra cara de la angustia o de la impotencia. ¡Pero es que no me han faltado motivos ni para la angustia ni para la irritación!

Imposible tomar distancia del bombardeo de mensajes de todo tipo. Desde canciones para alentar (hasta hartar), consejos psicológicos, recetas para la inmunidad, clases virtuales de pilates, a convocatorias contradictorias, más los innumerables saludos e iconos diarios.

 

Dudas sobre la eclesiología de las Misas online

Sin duda, los mensajes que más me han angustiado e irritado han sido los de “oraciones” y cadenas. Y en mayor grado, los que proponían links para seguir “Misas online”, lo cual se acrecentó al llegar la Semana Santa. Me consta que muchas buenas personas los recibían de buen grado y seguían esas cadenas, y que no pocos cristianos miraban varias Misas diariamente, por TV, por PC o por la pequeña pantalla del celular.

Personalmente me negué a “mirar”, porque soy hija del Concilio Vaticano II que lo dice claramente: no se trata de “oír Misa”-como se decía antes-, sino de “participar” comunitaria y activamente en la Eucaristía, entendida como fuente y culmen de la vida de fe. Además, hemos hecho un esfuerzo grande en este continente para animar celebraciones donde el punto de partida y el de llegada sea la vida real: recogiendo trabajos y desvelos por la vida abundante para todos, gozos y esperanzas de nuestros pueblos. Hemos bregado mucho, a veces contra viento y marea, para que esas Eucaristías sean dinamizadoras de nuevas opciones y acciones a favor de la vida, sobre todo de la vida frágil y amenazada.

Esas conquistas no podíamos perderlas o hipotecarlas, pero temo que fue lo que ocurrió en muchos casos. Y temo que, por el tobogán de la pandemia y la cuarentena, caigamos al salir de ella -bastante heridos, por cierto- en una Iglesia preconciliar y premoderna.

Quizá, con buenas razones o en base a grandes temores o acicateados por la incertidumbre y la inédita realidad que a todos nos golpeó fuerte, lo cierto es que proliferaron las celebraciones en que uno o más sacerdotes ataviados con todos los ornamentos (y alguno más por si acaso) celebraban y se filmaban en templos vacíos. “Daban la Misa completa”, con larga homilía incluida (nadie con gestos y miradas estaba para intimidarlos) procurando animar a la feligresía imaginaria, forzosamente ausente, pero que “recibía” del otro lado de una pantalla. “Decir Misa”, “escuchar misa”, “dar Misa”, “recibir Misa”… Surgen preguntas ¿Es que es un objeto que se pueda dar y recibir, objeto de trueque, acaso?, ¿quién puede?, ¿hay un poder? Lo cierto es que circulaban links de Misas emitidas desde otros países, con obispos, sacerdotes de otras diócesis, supongo que con expresiones, giros, oraciones y canciones “ajenas”

Me pregunté tantas veces en estos días: ¿qué teología, qué eclesiología, qué Dios, qué mundo, qué idea de humanidad, estarán proponiendo?

Las preguntas rondan porfiadas como moscas en el campo: ¿Qué tan grande es la necesidad de la jerarquía eclesial de mostrarse, de decir “aquí estamos”, de capturar la atención, de estar en los medios de comunicación o en las tan manidas redes? ¿Por qué tan preocupados de que la gente los viera, los escuchara, los necesitara? ¿Qué imagen se graba en las personas que ven allí al sacerdote solo, revestido, en el atar, realizando “todo” y, finalmente, consagrando y comiendo solo el pan eucarístico?

No puedo dejar de especular sobre cuáles serían las imágenes escogidas de fondo o al pie del altar para que la cámara enfoque, una y otra vez, el rostro, las miradas y movimientos del único actor; ni sobre lo que se oiría: las oraciones escogidas, el contenido de las homilías y el tono de la voz usado en ellas. Interrumpo con una anécdota para traer un poco de humor: una amiga argentina de unos cuarenta años me contó que cuestionó a su madre de ochenta largos: “¿Por qué cuando entrás a la Iglesia ponés tono ceremonioso?, porque viste que lo mismo hacen los curas, cambian de voz cuando se revisten”. Interesante observación.

Es sabido que la forma hace al contenido. De modo que, aún sin ver ni oír esas misas, el formato en sí me dice ya algo -o mucho- del contenido de estas celebraciones online.

Confieso que me deja sombrías intuiciones: una iglesia clerical y jerárquica (obviamente masculina) donde la jerarquía “es la Iglesia”, y se basta sola o entiende que su imprescindible servicio a la comunidad es “dar Misas”. Unos “fieles” que escuchan y asienten sin poder dialogar, preguntar o cuestionar. Un ritual repetido y ajeno a la vida de una comunidad local, pues más allá de la situación de pandemia y cuarentena, cada comunidad (en distinto país, diócesis, barrio) tiene sus propias realidades, problemas, alegrías, inquietudes.

En suma, mis sombrías intuiciones y mis sinceros temores, van por el lado de un retroceso respecto del Vaticano II. Obviamente en lo litúrgico no corre Sacrosantum Concilium: hay allí una gran pérdida, sólo falta (y no faltó seguramente) que algunos sacerdotes u obispos celebraran de espaldas o en latín, o no perdieran la oportunidad de mechar en la celebración algunas oraciones en latín, por aquello de que “lo que no se entiende parece más sagrado”.

Pero me inquieta aún más el retroceso respecto a la eclesiología de “Pueblo de Dios”, de Lumen gentium, pues en este modo de celebración online percibo una distancia, aún más, una división entre jerarquía y laicado. Se pierde la mutua referencia, o queda muy desdibujada cuando media una pantalla y no se ven ni se oyen unos a otros; ¡los laicos ven solo al “oficiante” y este no ve más que una cámara o un espejo! ¿No les parece angustiante y temible esta consecuencia?

 

No todo está perdido…

Afortunadamente algunas parroquias, sus sacerdotes y consejos laicos, optaron y se arriesgaron por un camino nuevo: preparar un guión con sugerencias, proponer -con bastante libertad- lecturas posibles, grabar unos minutos de reflexión, y poco más, dando lugar a la libertad de cada persona, familia o comunidad, para que armara su espacio y tiempo de celebración, participando todos sí a una misma hora acordada.

Fue una propuesta que les dio mucho trabajo e insumió mucho tiempo en consultas, llamadas, mails, horas de preparación compartida entre laicos y laicas, religiosas, sacerdotes, diáconos… para proponer una hoja a la comunidad, unos minutos grabados, a veces también canciones. Ese gran trabajo de equipo permitió y fructificó en fortalecer la comunión, pero no centralizando en una figura única -el cura-, sino propiciando confianza, madurez, autonomía, creatividad, entusiasmo y responsabilidad en los miembros de la comunidad. Por supuesto que extrañamos los encuentros, la presencia, la alegría compartida, el diálogo fraterno.

Sin duda, fue una Semana Santa diferente y “difícil” para todos, de muchas renuncias dolorosas, pero para quienes pudimos celebrar desde esta alternativa fue una semana de muchos aprendizajes. Creemos que afianzamos y avanzamos en la eclesiología del Concilio.

 

Coda sobre la oración y las imágenes de Dios

Al mencionar la saturación de las redes con múltiples mensajes, mencioné los que más me alteraban: las cadenas con pseudo-oraciones. Todas preconciliares y premodernas, oraciones que provocan hilaridad si las leemos con atención y una mínima cuota de racionalidad. Pero pareciera que tienen cierto aire de encantamiento o reminiscencia de lo arcaico y repetitivo (hay que repetirlas X veces  y pasarlas a X contactos).

¿Por qué ingenuidad o por qué atávico temor religioso aparecen y se pasan estas oraciones o conjuros contra el mal? ¿Qué imágenes o ideas de Dios llevan a proliferar estas ofertas?  Por lo pronto, podemos apreciar que no son nada cristianas, porque son terriblemente egoístas, ya que aseguran una salvación individual del mal (extendida a la familia, claro).

Así como cuestioné antes la eclesiología de ciertas prácticas, lo que más me cuestiona aquí es la teología; vale decir me duele e indigna la imagen de Dios que proponen. Un dios que se digna -o no- a hacer favores, que elige a quién salvar o matar, un dios que desde “allá arriba” o desde un lugar lejano y puro puede condescender -o no- a escuchar a unos mortales afligidos. ¿Es este el Dios Abba que nos reveló Jesús?

Jesús predicó con su vida toda un Dios diferente, que hace salir el sol y llover sobre buenos y malos. Un Dios lleno de ternura y compasión con los que sufren y han sido maltratados por la precariedad de la vida o golpeados por los otros. Un Padre-Madre que espera siempre al hijo, que se conmueve y hace fiesta cuando regresa, y quiere que todos los hijos festejen. Un Dios que quiere la vida plena y abundante para todos. Aún más, Jesús con su gesto predica que Dios no vino a ser servido sino a servir, que es capaz de lavar los pies tomando el lugar de esclavo.

¿En esas oraciones que hay que repetir una y otra vez, estamos rezando a ese Dios-Abba? Hace unos días llegó un artículo de Moore con un título sugestivo: “¿Un Dios anti-pandemia, un Dios pos-pandemia o un Dios en-pandemia?”, precisamente cuestionaba las imágenes de Dios de las oraciones que abundan en estos tiempos y se hacen “virales” como el Covid 19.

Luego llegó un excelente texto sobre la oración de Andrés Torres Queiruga: “Seguimos hiriendo con nuestras palabras la ternura infinita de Dios Padre (Madre)” que recomiendo leer entero.[1] Ya al empezar nos dice algo que no es nuevo en Torres Queiruga ni en la teología actual: “Dime cómo es tu oración, y te diré cómo es tu Dios; o mejor: te diré cómo es tu imagen de Dios… Dime cómo es tu oración ante el mal, y te diré si contribuye a convertir la imagen de tu Dios en “roca del ateísmo” o en garantía de confianza inconmovible”.

Me parece magnífico este cuestionamiento que ya lo hacía el Concilio (GS 19): ¡nuestras imágenes de Dios pueden ser la roca firme para el ateísmo! “Gracias a Dios soy ateo”, creo que sería el grito natural de quien escucha esas oraciones, no sólo desde la mentalidad del siglo XXI, sino sobre todo desde un corazón benigno, amoroso.

Un Dios creíble es el que deberíamos comunicar con parresía, indignándonos ante las imágenes aberrantes de Dios. Es tiempo ya de afrontar la tarea de “matar a nuestros dioses” [2] de barro y creer de forma adulta. Torres Queiruga cuestiona “actos y celebraciones ante la terrible situación que vive la humanidad, que no se libran de un milagrismo anacrónico ni siempre escapan al peligro de acercarse a una caricatura de la verdadera fe”.

Nuestras oraciones, nuestras celebraciones, todas las expresiones de nuestra fe (también nuestros actos, silencios y discreción cuando es preciso) debieran ser roca firme en que los demás pudieran poner dignamente, humanamente, la confianza, dando a conocer a un Dios amante y defensor de la vida, que siempre quiere el bien, pero que necesita ayuda.

Sí, Dios necesita nuestra ayuda -como intuyó Etty Hillesum en un campo de concentración-, porque su acción es a través de nuestra inteligencia sintiente y de nuestras manos diligentes. Dios está siempre presente, pero sin jugar a la magia, su amor a la creatura humana y la autonomía de la creación exige nuestro concurso para procurar la salud a los enfermos, el cuidado a los más frágiles, así como para gobernar y tomar las opciones económicas.

Las preguntas que me perturban y que nos inquietan a muchos en este tiempo difícil, no son ociosas ni vacuas, son pertinentes y urgentes:

¿Qué Iglesia quedará tras la pandemia y la pugna actual entre modelos?

¿Qué imagen de Dios prevalecerá y, por tanto, cuál acerca de nosotros los humanos?

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[1] https://www.religiondigital.org/opinion/Andres-Torres-Queiruga

[2] Mardones, José María. (2006). Matar a nuestros dioses. Un Dios para un creyente adulto. PPC. Madrid.



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