La interrogante reviste importancia innegable, por dos razones, al menos: se inscribe en una pregunta de mayor alcance, acerca de si está polarizada o polarizándose la sociedad uruguaya íntegramente considerada. Y, segunda razón, es importante porque, como nos indican procesos pasados y actuales en nuestra región latinoamericana, una sociedad o su sistema político se introducen por lo común de modo gradual, a veces casi insensible, en la polarización, la que, consolidada y manifiesta, se revela siempre de muy difícil superación.
¿Qué significa, estrictamente, polarización política?
Definible desde distintas perspectivas, esta polarización consiste esencialmente en un antagonismo virulento y dual, sobre cuestiones de convivencia en la ciudadanía, en el Estado, en el ámbito de la legitimidad. Un antagonismo virulento es una contradicción severa, conscientemente asumida, con potencialidad apreciable de alinear a las personas unas contra otras. A veces, el antagonismo resulta tan íntimo que marca la identidad, el autorreconocimiento de esas personas: yo soy así porque estoy en contra de… La polarización no es, sin embargo, cualquier antagonismo virulento. No está polarizada una ciudadanía en que las contradicciones resultan muy intensas pero oponen a todos contra todos, a cualquiera contra muchos otros individuos o grupos pequeños (se trata de la situación que describía metafóricamente una expresión clásica que ha caído en completo desuso: el campo de Agramante). La polarización política se registra no cuando luchan todos contra todos sino cuando se dualiza el sistema político, cuando uno de dos agrupamientos o corrientes de opinión rechaza terminantemente al otro, tanto como este último a aquel.
El campo de Agramante afecta la gobernabilidad de una comunidad política, mientras la polarización amenaza la negociación de las diferencias. El espectro de las opiniones, en este segundo caso, se vuelve un quiebre de opuestos, blanco o negro: se baja a dos el número de opciones porque la única alternativa a la tesitura en que estoy consiste en pasar a la tesitura más distante. Sólo puedo cambiar si me niego drásticamente, si me… traiciono. Se expande así el componente emocional de la conducta cívica. Se comienza a exagerar la noción de pertenencia. El colectivo de pertenencia presiona cada vez más sobre la conciencia individual y sobre la conversación en ámbitos menores. La fidelidad al grupo mayor aplasta las disidencias de los sectores, de las fracciones, de los críticos internos. El antagonismo de los dos componentes del espectro habla los lenguajes de la confrontación, el ganar todo o perder todo, el nosotros o ellos, en el extremo, el matar o morir. Como la pertenencia se impone a los alineamientos críticos, lúcidos, la agenda política se va reduciendo también, porque los asuntos que la integran pierden su recíproca independencia, su capacidad de trazar divisiones distintas de las que establecen otros asuntos, otras cuestiones. El grupo mayor define sus posturas (a través de procesos aleatorios, circunstanciales o elitistas) y estas se apelmazan en una masa indiscernible, no analizable, compacta.
Polarizaciones en nuestra historia y su superación
La historia política de la República conoce las polarizaciones. Federales y unitarios, blancos y colorados fueron las principales. Se insinuaron otras, que no se afianzaron como aquellas: Montevideo y el Interior, partidos obreros y partidos burgueses, aliadófilos y neutralistas. Tanto como las polarizaciones principales, está en nuestra experiencia histórica su superación. No hay que soslayar ni lo uno ni lo otro. Este año se cumple precisamente el centenario del proceso en que se institucionalizó la convivencia cívica no polarizada. A partir de la elección de la Convención Nacional Constituyente que elaboró nuestra segunda Carta codificada, comicios que tuvieron lugar el 30 de julio de 1916, primera vez en que se aplicó el voto secreto, una asamblea pluripartidista consagró en permanencia la universalización y el secreto del sufragio, la representación proporcional, la Justicia Electoral independiente, la elegibilidad igualitaria, la coparticipación, la autonomía de los Poderes Legislativo y Judicial, las descentralizaciones territorial (gobiernos departamentales electivos) y funcional o de servicios (empresas públicas y entes autónomos de enseñanza). De allí en adelante, la República alcanzó efectivamente el ideal democrático, no a la perfección ni irreversiblemente, pero con solidez y eficacia como régimen de gobierno. La poliarquía, es decir, el pluralismo democrático efectivo, se estructuró en torno a los partidos, que mantuvieron su centralidad en el orden político que ellos mismos habían construido gradualmente, protagonistas como habían sido de la polarización pero minándola también mediante pactos y fórmulas rudimentarias de coparticipación.
Institucionalizado ese nuevo orden, al entrar en vigencia la Constitución que dejaba atrás las intransigencias y el exclusivismo (que jugó sus últimas cartas desde la Presidencia de la República mientras desarrollaba sus trabajos la Convención elegida en 1916), se fortaleció muchísimo la vida parlamentaria y los dirigentes de los diversos partidos y de sus fracciones o corrientes internas adquirieron una notable capacidad de negociación. El país se distinguió en América Latina por esta capacidad, internacionalmente reconocida. En el marco de estas normas, estas reglas y esta cultura, y no antes ni por obra de hombres omnisapientes, Uruguay alcanzó sus mejores desempeños gubernamentales y el prestigio de país respetable e influyente. En ese marco, asimismo, lograron cierto arraigo los llamados “partidos de ideas” y posteriormente emergió con más vigor que ellos el Frente Amplio, formado por los “partidos de ideas” y por desprendimientos de los partidos fundacionales. El día que el Frente Amplio ganó en las urnas la Presidencia y la mayoría parlamentaria absoluta, la rotación que eso involucraba se hizo efectiva con cabal fluidez, sin mengua de aquellas normas, reglas y cultura del pluralismo y la negociación.
¿Y al presente?
¿Todo sigue siendo tan fluido o se advierten signos de polarización en el sistema político?
Creemos que estos signos aparecen con claridad y se van acumulando paulatinamente. No nos referimos a la división del electorado en dos partes cercanas ambas a la mitad, ya que, de por sí y salvo que se congele, que pueda señalarse que una brecha honda la mantiene, esa división casi en mitades no indica polarización. Si, por ejemplo, un cambio notable en la situación económica y social repercute en la atenuación o aun desaparición de esa distribución de las preferencias de los votantes comprobaríamos que no nos encontrábamos ante una polarización. Tampoco, si la inclinación de la mayor parte de los sufragantes por una de esas “mitades” persistentes siguiera respondiendo, como hasta ahora lo revelan las encuestas de opinión política, a pautas de moderación y no a antagonismos virulentos. Como sostuvimos antes, no todo dualismo significa polarización, sino sólo el que es concomitante con negaciones recíprocas de alta intensidad, generadoras de ajenidad intelectual y emocional recíproca.
Nos referimos a otras circunstancias, tales como la administración que el Frente Amplio ha hecho de sus mayorías absolutas en el Legislativo y el surgimiento del Partido de la Concertación.
Las mayorías absolutas no operan necesariamente como fuentes de antagonismos riesgosos. Ellas surgen de resultados comiciales que pueden o no interpretarse en términos polarizantes. Si se interpreta una mayoría rotunda como “el voto del pueblo” o como una expresión del cambio respecto del inmovilismo o análogamente, entonces se toma la senda de aquellos antagonismos. Si, en virtud de esas interpretaciones hiperbólicas o por otras causas o razones, la disposición a negociar diferencias de quienes poseen aquellas mayorías disminuye gravemente, no se camina en la dirección del pluralismo y el buen gobierno democrático. Por razones de espacio, no podemos mencionar más que un par de antecedentes que insinúan fuertemente, en nuestro concepto, que el Frente Amplio no asume y gestiona del mejor modo sus mayorías absolutas. El primero corresponde a la necesidad de impulsar desde el sistema político una reforma a fondo de la educación pública; los sucesivos gobiernos frenteamplistas han preferido la inoperancia a los acuerdos interpartidarios que permitirían sobrepujar legítimamente los bloqueos corporativos que impiden las modificaciones urgentes. Otro antecedente que sugiere que no se administra adecuadamente las mayorías absolutas radica en la inserción económica externa, respecto de la cual muchos en el gobierno entienden imprescindible sustituir pautas y explorar alternativas, lo que no se hace porque los apoyos que habilitarían esa sustitución se hallan más fuera que dentro del oficialismo y requerirían por consiguiente cierta audacia negociadora que debe exhibir en primer término el Poder Ejecutivo y que, durante ya muchos años, ha brillado por su ausencia.
El Partido de la Concertación puede parecer, a una primera consideración, una muestra de la capacidad negociadora que atraviesa varias etapas de la historia del país. No lo es, pensamos, por dos de las significaciones que no ha podido, y quizás no ha querido, eludir. En primer lugar, porque nace teñido de oportunismo electoral y de una artificiosidad que rompe los ojos. En segundo lugar, y lo creemos más relevante, porque su convocatoria, su prédica, la justificación que sus propios impulsores dan de su surgimiento revisten el carácter único de lo adversativo. Se establece contra, casi no se sabe qué procura, a qué aspira, sólo se conoce lo que no quiere. En alguna medida, se beneficia de la vaciedad en que ha caído el término cambio, en la política uruguaya y principalmente por el discurso frenteamplista: cambiar representa sin más un avance, una mejora. No interesa mucho qué cambiaría, qué advendría, qué se ganaría o perdería. El cambio vale sólo por serlo.
Corresponde a la ciudadanía neutralizar mediante expresiones de opinión y apoyo electoral lúcido y crítico estos deslizamientos hacia la polarización.