Cuando me propusieron escribir sobre lo que para mí era la esperanza, me sentí un poco desconcertada. En primer lugar, porque raramente me detengo a reflexionar sobre cómo vivo y transito mi fe, y en segundo lugar porque para los que no nos sentimos pertenecientes a una religión, la noción de esperanza sale de los parámetros que estructuran lo que para muchos es la base de su congregación, y se vuelve más abstracta, más relativa, más subjetiva. Pero sucede que la propuesta me llega en un momento de absoluto escepticismo, de descreimiento, de poca fe. Fue así que accedí, como un desafío personal para reencontrarme con esa dimensión latente, que durante el trayecto de mi vida fue mutando en su manifestación, incluso ahora que la creo dormida.
Me propuse primero recordar todos los momentos donde viví la esperanza de forma más tangible, y mi recuerdo más cercano estaba ahí en mis tiempos de fe católica. Criada en un colegio salesiano, la fe y la esperanza fueron los motores de educación, forjadores de un modelo de vida, pensamiento y praxis, que proponen la alegría y el encuentro como espacios fundamentales para abrazar al otro y construir juntos una onda expansiva de afecto, solidaridad y fe, desde un carisma particular: la religiosidad salesiana, la felicidad como camino hacia la santidad. No viene al caso ahondar en los motivos que de a poco me hicieron sentir esas ondas como espacios contradictorios, a veces obtusos al momento de entender a quienes se salían de ese modelo de fe. No me cerraba la fe estereotipada, comencé a descreer en las posturas más mesiánicas que daban a la fe un sentido unívoco, cerrado y por momentos moralizante, ancladas en una “única forma” de ser feliz.
Me corrí fuera del lado de “los que creen”, como si afuera existieran los outsiders de la fe. Y me encontré con otra fe, otra esperanza, la de la política, en mi militancia por el NoalaBaja. Allí estaba el discurso ferviente que tanto buscaba, el de la juventud y la posibilidad de cambiar las estructuras, el del ser revolucionario aun cuando la sociedad pedía a gritos la imputabilidad de los jóvenes más pobres, de esos que el sistema callaba, torturaba y oprimía. Los jóvenes militantes ya no sólo éramos la esperanza de un cambio lejano, incierto, prematuro, y con único modelo de vida, sino que éramos la esperanza de conseguir justicia para nuestros pares vulnerados, para sus familias revictimizadas, nos sentíamos responsables de exigir un nuevo modo de creer y construir juventud. Y lo conseguimos, la militancia dio sus frutos, y la esperanza, una vez más, había logrado cosas maravillosas, como evitar un sistema penal juvenil aún más perverso de lo que ya es, dar vuelta un plebiscito en unos pocos meses y generar una red nacional enorme de movilización social deseosa del cambio y de más y mejores oportunidades. La esperanza una vez más estaba ahí, sosteniendo miles y miles de militantes con miles y miles de ideas rejuvenecedoras, que justamente esperaban ser oídas.
Pero pasó el plebiscito, y las cosas volvieron de a poco a su incómodo lugar. Las estructuras viejas fagocitaron, paradójicamente, a los más esperanzados, y una vez más el descreimiento empezó a inundarme. ¿Será que sólo se puede tener esperanza en uno mismo? ¿Será que el exterior está, justamente, para volvernos a donde el resto espera que estemos? ¿Será que la esperanza es una ilusión fugaz para sobrevivir a algunos momentos en los que la desesperanza llega a niveles extremos?
Y comencé a entender que la esperanza no está afuera, sino adentro. Que no es necesaria una causa, una excusa, una zanahoria tras la que correr, para tener y vivir de forma esperanzada. Y vi que la esperanza no necesita de grandes hazañas, sino de pequeños gestos, cotidianos, chiquitos, fugaces, pero transformadores y genuinos. Pude entonces dejar de esperar una revolución universal de la esperanza, para poder ver que esa revolución ya estaba sucediendo, en mi interior, en el de mis amigos que crecían, que se hacían papás y mamás, personas nuevas, que renacen todos los días para ir a sus trabajos, ser buenos compañeros, ser personas piadosas, solidarias, ecuánimes, auténticas. Sin necesidad de cámaras, sin misiones en Angola, sin necesidad de imponer su esperanza a la esperanza ajena, ni ser modelos neuróticos de vida que solo conduce a contradicciones. Entendí que la esperanza colectiva tiene lugar para todas las esperanzas, la que cada uno crea valiosa para sí y para su entorno. La que predica con el ejemplo modelos de vida auténticos y sostenibles, y no con el discurso, o por un rato, o solo frente a otros. La que no lleva una palabra de fe, sino que escucha todas las palabras de la fe de los otros. Y no es esta una esperanza de mínimos, sino una gran red de microesperanzas, de microgestos, que son en definitiva los que hacen a los verdaderos cambios.
Claro está, este texto no pretende ser más que un testimonio particular en términos de las vivencias que mi propia experiencia imprime. Sin embargo, también creo que no hay nada particular en mis sucesivos alejamientos-acercamientos a la fe, sino que estos vaivenes son naturalmente humanos, y hablan de la capacidad crítica de poder elegir y construir el mundo que queremos. Entonces entiendo, la esperanza no está afuera, está dentro, no está en los demás, está en mí y en mi capacidad de verla y de compartirla. La recompensa de compartir la mesa con todos, vale anteponer los medios, y seguramente al final del día todos tengamos los mismos fines.