Los miércoles 20 y 27 de setiembre pasados, Francisco dedicó su catequesis semanal a la esperanza. El suyo nos parece un aporte muy valioso para la temática central de esta última edición de 2017, al comienzo de un nuevo Adviento. Hemos puesto como título general una parte de la frase final del primer discurso. Y resaltamos en negrita pasajes de los mismos textos como subtítulos, dejándolos en su lugar.
La Redacción
- 20 de setiembre
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La catequesis de hoy tiene como tema «educar a la esperanza». Y por eso usaré directamente el «tú», imaginando que hablo como educador, como padre a un joven, o a cualquier persona dispuesta a aprender.
¡Piensa, allí donde Dios te ha plantado, espera! Espera siempre. No te rindas a la noche: recuerda que el primer enemigo a derrotar no está fuera de ti: está dentro. Por lo tanto, no concedas espacio a los pensamientos amargos, oscuros. Este mundo es el primer milagro que Dios hizo y Dios ha puesto en nuestras manos la gracia de nuevos prodigios. La fe y la esperanza avanzan juntas.
Cree en la existencia de las verdades más altas y más hermosas. Confía en Dios creador, en el Espíritu Santo que mueve todo hacia el bien, en el abrazo de Cristo que espera a cada hombre al final de su existencia; cree, Él te espera. El mundo camina gracias a la mirada de muchos hombres que han abierto brechas, que han construido puentes, que han soñado y creído; incluso cuando a su alrededor escuchaban palabras de burla.
No pienses nunca que tu lucha aquí abajo es del todo inútil. Al final de la existencia no nos espera el naufragio: en nosotros palpita una semilla absoluta. Dios no defrauda: si ha puesto una esperanza en nuestros corazones, no quiere destruirla con frustraciones continuas. Todo nace para florecer en una eterna primavera. Dios también nos hizo para florecer. Recuerdo ese diálogo cuando el roble pidió al almendro: «Háblame de Dios». Y
el almendro floreció.
Donde quiera que estés, ¡construye! Si estás en el suelo, ¡levántate! Nunca te quedes caído, levántate, deja que te ayuden a levantarte. Si estás sentado, ¡ponte en camino! Si el aburrimiento te paraliza, ¡ahuyéntalo con buenas obras! Si te sientes vacío o desmoralizado, pide que el Espíritu Santo llene de nuevo tu nada. Obra la paz en medio de los hombres, y no escuches la voz de quien esparce odio y divisiones. No escuches esas voces. Los seres humanos, por muy diferentes que sean unos de otros, han sido creados para vivir juntos. Ante los contrastes, paciencia: un día descubrirás que cada uno es depositario de un trozo de verdad.
Ama a las personas. Ámalas una a una. Respeta el camino de todos, sea lineal o dificultoso, porque cada uno tiene su propia historia que contar. Cada uno de nosotros tiene su propia historia que contar. Cada niño que nace es la promesa de una vida que una vez más demuestra ser más fuerte que la muerte. Todo amor que surge es un poder de transformación que anhela la felicidad. Jesús nos entregó una luz que brilla en las tinieblas: defiéndela, protégela. Esa luz única es la riqueza más grande confiada a tu vida.
Y sobre todo, ¡sueña! No tengas miedo de soñar. ¡Sueña!
Sueña con un mundo que todavía no se ve, pero que ciertamente vendrá. La esperanza nos lleva a creer en la existencia de una creación que se extiende hasta su cumplimiento definitivo, cuando Dios será todo en todos. Los hombres capaces de imaginar han regalado a la humanidad descubrimientos científicos y tecnológicos. Han surcado los océanos, y pisado tierras que nadie había pisado nunca. Los hombres que han cultivado esperanzas son también los que han vencido la esclavitud, y han traído mejores condiciones de vida a esta tierra. Piensa en esos hombres.
Sé responsable de este mundo y de la vida de cada hombre. Piensa que toda injusticia contra un pobre es una herida abierta, y disminuye tu propia dignidad. La vida no cesa con tu existencia, y a este mundo vendrán otras generaciones que sucederán a la nuestra, y muchas más. Y cada día pide a Dios el don del valor. Recuerda que Jesús venció al miedo por nosotros. ¡Él venció al miedo! Nuestro enemigo más traicionero no puede contra nuestra fe. Y cuando te encuentres atemorizado frente a algunas dificultades de la vida, recuerda que no vives solo para ti. En el bautismo, tu vida fue sumergida en el misterio de la Trinidad, y tú perteneces a Jesús. Y si un día te asustas o piensas que el mal es demasiado grande para desafiarlo, piensa simplemente que Jesús vive en ti. Y es Él quien, a través de ti, con su apacibilidad quiere someter a todos los enemigos del hombre: el pecado, el odio, el crimen, la violencia; todos nuestros enemigos.
Ten siempre el valor de la verdad, pero recuerda esto: no eres superior a nadie.
Recuérdalo: no eres superior a nadie. Aunque fueras el último en creer en la verdad, no te apartes de la compañía de los hombres. Aunque vivieras en el silencio de un eremita, lleva en tu corazón el sufrimiento de cada criatura. Eres cristiano; y en la oración todo se lo restituyes a Dios. Y cultiva ideales. Vive por algo que sobrepasa al hombre. Y si algún día uno de estos ideales te pasara una factura considerable, no dejes nunca de llevarlo en tu corazón. La fidelidad consigue todo. Si te equivocas, levántate: nada es más humano que cometer errores. Y esos errores no tienen que convertirse para ti en una prisión. No te dejes aprisionar por tus errores. El Hijo de Dios no vino por los sanos, sino por los enfermos; por lo tanto también vino por ti. Y si te vuelves a equivocar en el futuro, no tengas miedo, ¡levántate!, ¿Sabes por qué?. Porque Dios es tu amigo.
Si te hiere la amargura, cree firmemente en todas las personas que todavía trabajan para el bien: en su humildad está la semilla de un mundo nuevo. Relaciónate con las personas que han mantenido su corazón como el de un niño. Aprende de la maravilla, cultiva el asombro.
Vive, ama, sueña, cree. Y, con la gracia de Dios, no desesperes nunca.
- 27 de setiembre
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este tiempo nosotros hablamos de la esperanza; pero hoy quisiera reflexionar con vosotros sobre los enemigos de la esperanza. Porque la esperanza tiene sus enemigos: como todo bien en este mundo, tienen sus enemigos.
Y me ha venido a la mente el antiguo mito de la caja de Pandora.
La apertura de la caja desencadena tantos desastres para la historia del mundo. Pero pocos recuerdan la última parte de la historia, que abre una rendija de luz: después de que todos los males salieran de la caja, un minúsculo don parece tomarse la revancha frente a todo el mal que se extendía. Pandora, la mujer que tenía la caja bajo custodia, lo divisa el último: los griegos lo llaman elpís, que quiere decir esperanza. Este mito nos cuenta por qué es tan importante para la humanidad la esperanza. No es cierto que «mientras hay vida, hay esperanza», como se suele decir. A lo sumo, es lo contrario: es la esperanza la que mantiene en pie a la vida, la que la protege, la que la custodia y la que la hace crecer. Si los hombres no hubieran cultivado la esperanza, si no se hubieran aferrado a esta virtud, nunca hubieran salido de las cavernas y no habrían dejado huella de la historia en el mundo. Es lo más divino que puede existir en el corazón del hombre.
Un poeta francés —Charles Péguy— nos dejó páginas estupendas sobre la esperanza (cf. El pórtico del misterio de la segunda virtud). Él dice de forma poética que Dios no se asombra tanto por la fe de los seres humanos, ni por su caridad, sino que lo que realmente le llena de maravilla y asombro es la esperanza de la gente: «Que los pobres hijos —escribe— vean cómo van las cosas y que crean que irán mejor mañana». La imagen del poeta recuerda a los rostros de tanta gente que está de paso en este mundo —campesinos, pobres, obreros, migrantes en busca de un futuro mejor— que ha luchado tenazmente a pesar de la amargura de un presente difícil, lleno de tantas pruebas, pero animada por la confianza de que sus hijos hubieran tenido una vida más justa y serena. Luchaban por los hijos, luchaban en la esperanza.
La esperanza es el impulso en el corazón de quien se va dejando la casa, la tierra y a veces, a familiares y parientes —pienso en los emigrantes—, para buscar una vida mejor, más digna, para sí mismos y para sus seres queridos. Y es también el impulso en el corazón de quien acoge: el deseo de encontrarse, de conocerse, de dialogar… La esperanza es el impulso para «compartir el viaje», porque el viaje se hace en dos: los que vienen a nuestra tierra y nosotros, que vamos hacia su corazón, para entenderlos, para entender su cultura, su lengua. Es un viaje a dos vías, pero sin esperanza, ese viaje no se puede hacer. La esperanza es el impulso para compartir el viaje de la vida, como recuerda la Campaña de Cáritas que inauguramos hoy. Hermanos, ¡no tenemos miedo de compartir el viaje! ¡No tenemos miedo! ¡No tenemos miedo de compartir la esperanza!
La esperanza no es virtud para gente con estómago lleno.
Por eso, desde siempre, los pobres son los primeros portadores de la esperanza. Y en este sentido podemos decir que los pobres, también los mendigos, son los protagonistas de la historia. Para entrar en el mundo, Dios tuvo necesidad de ellos: de José y de María, de los pastores de Belén. Durante la noche de la primera navidad, había un mundo que dormía, acomodado sobre tantas certezas. Pero los humildes preparaban al ocultarse la revolución de la bondad. Eran pobres de todo, alguno flotaba un poco por encima del umbral de la supervivencia, pero eran ricos del bien más precioso que existe en el mundo, es decir, de las ganas de cambio. A veces, haber tenido todo en la vida es una desgracia. Pensad en un joven al que no se le ha enseñado la virtud de la espera y de la paciencia, que no ha debido sudar por nada, que a los veinte años ya quemó las etapas, «sabe ya cómo va el mundo»; ha sido destinado a la peor condena: la de ya no desear nada. Es esta la peor condena. Cerrar la puerta a los deseos, a los sueños. Parece un joven y, en cambio, el otoño ya ha calado en su corazón. Son los jóvenes de otoño. Tener un alma vacía es el peor obstáculo de la esperanza. Es un riesgo del que nadie puede decirse excluido; porque ser tentados contra la esperanza puede suceder incluso cuando se recorre el camino de la vida cristiana. Los monjes de la antigüedad denunciaron uno de los peores enemigos del fervor. Decían así: ese «demonio del mediodía», que va a romper una vida de empeño, precisamente cuando arde en lo alto el sol. Esta tentación nos sorprende cuando menos lo esperamos: los días se vuelven monótonos y aburridos, ya ningún valor parece merecer la fatiga. Esta actitud se llama la pereza, que erosiona la vida desde el interior hasta dejarla como un envoltorio vacío.
Cuando ocurre esto, el cristiano sabe que esa condición debe combatirse, no ser aceptada de forma pasiva.
Dios nos ha creado para la alegría y para la felicidad
y no para crucificarnos en pensamientos melancólicos. Por eso es importante custodiar el propio corazón, oponiéndonos a las tentaciones de infelicidad, que seguramente no provengan de Dios. E allá donde nuestras fuerzas parecieran débiles y la batalla contra la angustia, particularmente dura, siempre podemos recurrir al nombre de Jesús. Podemos repetir aquella oración sencilla, de la que encontramos huellas también en el Evangelio y que se ha convertido en la piedra angular de tantas tradiciones espirituales cristianas: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, ¡ten piedad de mí, pecador!». Hermosa oración. «Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, ¡ten piedad de mí, pecador!». Esta es una oración de esperanza, porque me dirijo a aquel que puede abrir las puertas y resolver el problema y dejarme mirar al horizonte, el horizonte de la esperanza.
Hermanos y hermanas, no estamos solo combatiendo contra la desesperación. Si Jesús ganó el mundo, es capaz de ganar en nosotros todo lo que se opone al bien. Si Dios está con nosotros, ninguno nos robará esa virtud que necesitamos absolutamente para vivir. Ninguno nos robará la esperanza. ¡Vayamos hacia delante!