Estamos viviendo los últimos meses de este Año de la Misericordia. Y en esta ocasión la idea de Misericordia me recuerda la idea de gratuidad. Hace unos años, algunos acontecimientos me hicieron pensar en este concepto, y mi mirada sobre las relaciones humanas y mi encare de la vida tomaron una nueva óptica. Por eso me fui a buscar viejos “papeles” (o más bien archivos) donde había volcado algunas de estas reflexiones para compartirlas con ustedes.
Aquellos acontecimientos y los de hoy
En aquel momento, con diferencia de días, habían partido a la casa del Padre personas que quería mucho, de las que aprendí a ser Iglesia, a vivir la fe, a trabajar y reflexionar con otros, a comprometerme y creer en esa “civilización del amor”. Al enfrentarme a esas muertes, como otras que luego sucedieron, me indigno, lloro, no entiendo. Es que de quienes tanto dieron, tanto entregaron, tanto nos enseñaron, uno siempre quiere más. Entonces después viene el sentir que hay que hacer algo para continuar lo que ellos hacían, que hay que seguir en ese camino, en esa lucha, para que permanezcan entre nosotros. No niego que algo de eso hay si uno siente que lo que recibió de esa gente es muy valioso. Pero ¿por qué vivirlo como una “carga”?, ¿por qué me siento “en deuda”? ¿Sus vidas no fueron acaso un regalo?
Paralelamente me encontré con dos nacimientos. Vidas nuevas que se asoman, trayendo consigo historias algo tristes, dolorosas. Pero vidas que son queridas y amadas. Esos niños, todos los niños, son puro regalo. Son una invitación a seguir eligiendo la vida cada día. A pesar de todo ellos están ahí, nos miran, nos piden que los amemos, nos imploran que estemos con ellos. Y sus madres acompañan, aman… como pueden y desde donde pueden.
Hace casi un año ocurrió en mí la irrupción de una vida nueva. Desde entonces todo parece haber cambiado. Me encuentro con un ser que depende tanto de mí pero que no es mío; un ser que me necesita pero que me regala cada día nuevos descubrimientos. Vaya si no es esto un regalo de Dios.
Y pucha que esto no es fácil. He tenido que atravesar tensiones, dolores. He tenido que rearmarme y reconocerme madre, y madre vulnerable. Me he topado con la fragilidad de la vida con tanta intensidad que ha sido necesario volver sobre la fe y la certeza de que en la fragilidad está la fuerza, y que esta vida es sin duda eterna. ¿Cómo, entonces, no querer vivir la vida como un regalo de Dios?
A la luz de la misericordia de Dios
Creemos en un Dios misericordioso. Creemos en un Dios que es bueno, en un Dios que perdona porque nos ama, en un Dios que es como ese Rey que perdona a su deudor sin pedir nada a cambio. Un Dios que no entra en nuestras lógicas de eficiencia y eficacia, ni de cálculos de rentabilidad. Un Dios compasivo, que nos revuelve todos nuestros esquemas y que sigue siendo aun para nosotros “escandaloso”.
Si creo en eso, y a la luz de aquellos acontecimientos, ¿entonces? Entonces me miro… Miro la manera en que me relaciono, en la que doy y recibo. Miro mis primeras reacciones frente a la muerte de estos que forman parte de mi nube de testigos. Y me miro frente a la vida regalada de los niños… y me pregunto ¿por qué me siento en deuda frente a lo que me dan gratuitamente? En nuestra formación cristiana solemos aprender bien que hay que dar a los demás, que hay que entregarse, hacer cosas por otros. Pero no siempre nos enseñan que también vale recibir sin deber nada. ¿No nos ama Dios sin pedirnos nada a cambio?
Entrar en la dinámica de Dios nos exige desarmarnos de ciertos esquemas. Nos exige no “sacar cuentas” de lo que recibimos y lo que damos. Nos exige dar gratuitamente y animarnos a recibir gratuitamente. Es aceptar el regalo de las cosas lindas que vivimos, de los compañeros con los que compartimos tareas, charlas, vida. Es permitir, sin sentirme en deuda, que me tengan la comida pronta o me preparen un buen mate. Es dejarme acompañar por otros.
En la gratuidad de lo que se da y lo que se recibe hay un encuentro. Y es ese el encuentro que vale, que nos transforma, que nos invita a caminar, a elegir la vida. Por eso cuando pienso en gratuidad, no se trata de vagancia o dejarse estar. Se trata sin duda también de responsabilidad. Elijo vivir así, elijo entrar en esta lógica. Dios nos invita a colaborar con su proyecto y yo elijo colaborar con él, responsablemente pero asumiendo la gratuidad de su amor por nosotros y su regalo del Reino.
Vivir la misericordia implica, creo yo, vivir la gratuidad. Amar, perdonar, experimentar, recibir… gratuitamente.